Era difícil. Imaginaba la sangre fluyendome con lentitud, como contaminada por sustancias que la hacían densa. Era al despertar el momento en que mi cuerpo experimentaba la mayor dificultad, un letargo cercano al mareo, que me exigía sacar una fuerza ausente. Había que llegar puntual a clases, había que darse una ducha para despejar cuerpo y alma, y había que salir con un buen desayuno en el estómago. Yo salía de la cama apenas diez minutos antes de partir a tomar la micro, con lagañas y costuras de almohada marcadas en la mejilla. Al regresar almorzaba y casi siempre me sumía en siestas que se prolongaban hasta las siete u ocho de la tarde, luego no dormía hasta avanzada la noche, leyendo cualquier cosa o simplemente con los ojos abiertos. En más de una ocasión pensé que era el cigarro, la nicotina lo que me quitaba energía; estaba en lo cierto, pero de ahí a dejar de fumar había mucho trecho, lo mismo que con respecto a mejorar las notas, y en cierto modo, a mejorarlo todo. Casi no tenía amigos, los que podían llamarse amigos eran muy pocos, tenían más edad, y dado el caso, podían prescindir de mi. Ese año, cuando mi familia se fue de vacaciones de invierno, resultó evidente que no me aprovecharía de su ausencia para hacer fiesta, lo que no dejó de provocarme desazón al despedirlos, más bien se deshicieron en indicaciones de tipo doméstico. Y claro, se iban a un lugar en el campo donde no llegaba señal telefónica, donde los asediaría la preocupación de que se me olvidara cortar el gas o cerrar la puerta con llave.
Era 1999, la primera vez que me quedaba solo.
La imagen que tengo de esos días puede resumirse en el momento que le abrí la puerta a Joaquín. Llovía fuerte, a chuzos diagonales por el viento. El sol podía adivinarse encima de las nubes. La luz que se filtraba caía sobre la vereda. Aunque habrá durado fracción de segundo el instante en que miré hacia la calle, se quedó nítido. Porque los últimos tres días yo casi no asomaba, me hallaba prácticamente prófugo cada vez que llamaban a la puerta, o porque el encuentro con Joaquín fue como debía ser. Fue casi a mitad de las vacaciones. Se me había hecho insoportable estar sin nadie alrededor, fumaba más de lo habitual, tomando café tras café, tratando de leer pero sin conseguirlo. La casa se había poblado de matices incongruentes, transformado en un lugar poco confortable no por lo excesivo del desorden, sino porque un aire rancio llenaba el ambiente, mezcla de humo, respiración y humedad. El signo mas visible era el polvo, que se había depositado en los adornos y las hojas de las plantas provocándome esa sensación de no querer impregnarme los dedos, de moverme en puntillas; la misma sensación en que pensé cuando alguien, o sea Joaquín, golpeó la puerta. Era cerca de la una de la tarde, estaba acostado y dudé, por miedo o pereza, si abrir y dejar que el que golpeaba viera la la casa, que oliera. Fui de un tirón a mirar por el ojo mágico ,y tal como supuse, era él, que tenía puesta la parka verde que años después terminaría en mis manos.
No bien abrí le ofrecí un café, frotándome las palmas, aludiendo al frío; gesto para justificar que lo único que me abrigaba a esa hora era el pijama y que, recién ahora, venía a dar señales. No le hizo gracia, me acuerdo que se limitó a enviarme una mirada de desprecio al tiempo que sacudía el paraguas, sin evitar que algunas gotas me salpicaran; en lugar de contestar si quería café o no, me lanzó lo que tenía que decir, que Julio había optado por despedirme de la confitería, y que me mandaba a decir que si me atrevía, fuera a buscar la plata por los días trabajados.
Julio era el mayor, y probablemente el más admirado entre todos. Nadie hubiera esperado que iba a terminar durmiendo bajo un puente, que moriría de frío el año 2010. Era más bien bajo de estatura, pero de conformación atlética. Pocos días atrás había terminado de partirse las manos clavando cada clavo e instalando cada repisa con esmero, para inaugurar la confitería con que soñaba hacía tiempo; quedaba en una esquina no muy lejos de mi casa y se llamaba “La delicia de Macul” Mientras estuvo de carpintero, yo aproveché para ir y conversar un rato entre las tablas, varias veces me quedé toda la tarde buscando, en el fondo, respirar un poco de la chispa. No tardé en incorporarme al trabajo haciendo esto o lo otro, y al final, cuando la confitería estuvo a punto, sin duda fue eso, mis ganas, lo que le dio pie para pensar que no sería mala idea trabajar juntos. Al principio casi rechazo la oferta porque sus palabras fueron como de tómalo o déjalo. Era el tono que usaba. Al cabo de nada nos vimos barajando la posibilidad de que no fuera al campo con mi familia (la inauguración coincidía con el inicio de las vacaciones) y así aprovechar esas dos semanas el día completo. “Cuando entres a clase trabajas medio día, siempre que no tengas que estudiar...podemos ahorrar, y quien sabe, montamos una sucursal cuando termines el colegio, lo que no quita que vayas a la universidad”
No me olvido del nudo que se me hizo en el pecho cuando oí lo del despido. Ahí me quedé en la puerta, ostentando una mirada somnolienta. Lo que ocurría era que a los pocos días de la puesta en marcha, un anciana, una pobre anciana, había puesto el grito en el cielo tratándome de ladrón delante de la clientela, porque en lugar de un cuarto de bombones, le envolví un octavo. La cara rechoncha, de los ojos glaucos. Tampoco me olvido del momento en que, tras mirar por el ojo mágico, le abrí la puerta a Joaquín con un movimiento rápido. Estuve ante la disyuntiva entre abrir o evitar lo que, dado el caso, no podría seguir evitando. Esos días me había mantenido quieto, sin encender las luces, con el teléfono desenchufado, casi sin respirar cada vez que Julio o Joaquín hacían la ronda en horas de la tarde, expectantes por lo que podría pasarme. Joaquín no habrá sentido menos que curiosidad al ver que por fin daba señales. Por consiguiente, tuvo la certeza de querer aplicarme una mordacidad: una vez que cerré la puerta, con gesto casual se mira los zapatos embarrados, mal sacudidos a propósito. Lo que me dijo fue: “a ver si haces algo, encerar el piso, fregar cubierta” Lo dijo mirándome fijo. Luego el encuentro no se prolongaría por mucho. Lo miro extrañado, mi primera reacción para contrarrestar su envestida consiste en hacer como si eso de fregar cubierta no fuera sino otra extravagancia suya. No tengo, siquiera, el impulso de pedirle que se sacuda mejor.
Bueno – le digo – quieres café, si o no.
He comprendido en el acto a qué se refiere. El último tiempo corren días intensos para él. En ocasiones la inquietud lo desborda; lo he oído metaforizar imaginando a las personas como en un barco, donde algunos son marineros y otros, los menos, capitanes; los alejados de toda perfección, son los friega cubierta. La connotación de lejanía alta marina lo seduce (Julio es capitán, la confitería el buque) En lo que duraba el acondicionamiento de la confitería, Joaquín no había perdido oportunidad de pronunciar su frase: “El que no hace las cosas bien, es un friega cubierta.” Es su primer año de universidad, y no hace muchas semanas ha iniciado una relación que amenaza dejarle cicatrices.
Si – dice – prepárate un café
Se saca la parka, la lanza sobre el sillón; va hasta la mesa del comedor, dejando tras de si las pisadas de barro.
Mitad agua fría, mitad agua caliente – ordena.
Desde la cocina lo oigo abrir la ventana con pericia, es el clic del seguro y el deslizarse del vidrio, un movimiento recto, preciso. Murmura algo acerca del encierro, con la intención de que lo oiga. No me animo a preguntarle cuántas cucharadas de café quiere, ni cuántas de azúcar. Pienso que tampoco me voy a animar a contarle a mi familia que fui despedido. Eso me provoca un sobre salto. Aunque había pensado en la posibilidad, hasta que no fuera un hecho consumado, existía un margen de suspenso. Ahora que ya no trabajo donde en teoría me superaría a mi mismo, argumento con que pude quedarme en Santiago, las consecuencias se vienen a toda velocidad: Gabriela, de nueve años, participara sabiendo que su hermano mayor no es tal para decirle nada en serio; padre y madre no podrán evitar una soterrada tristeza.
Traigo los cafés. Veo que Joaquín tiene un cigarro sin prender colgándole de la boca. -Quieres que tire la ceniza al piso – me dice al ver que me siento.
-Ya – digo, y me levanto para traer un cenicero. Me da las gracias, pero suena como si dijera, vaya, despertaste.
Luego el silencio es lo que se instala. No alcanzo a darme cuenta de en qué segundo levanta la cajetilla y me la lanza a las manos.
- Saca uno – dice. La cajetilla me golpea el antebrazo. Giro la cabeza y veo que exhala el humo, mirando hacia la ventana, entornando los ojos, como si mirara al horizonte. Me digo que debo iniciar la conversación, al menos. Pero se adelanta
– Y bueno, qué te habías hecho? - Lo miro y sé qué viene a continuación – Nos tenías preocupados...no respondías el teléfono, no abrías la puerta. Con lo atormentado que eres, pensamos que podías estar colgado de la ducha...o algo así.
- Me lo imagino – es lo único que digo.
- Con decirte que anoche, después de cerrar, Julio hizo la ronda hasta las dos de la mañana, pero nada, oscuridad total...-
- Cuántas veces vinieron, pregunto.
- Unas cinco, creo.
- Debo haber estado durmiendo, el teléfono lo desenchufe...
El silencio vuelve a la carga. Enciendo el cigarro y tomo un primer sorbo de la taza. Tengo el impulso de hablar de la lluvia, de lo duro que es el invierno, pero temo resultar abrupto. Me sucede que no encuentro palabras posibles. Bastaría con una bien puesta para que las otras vengan solas. Pero no. Tengo la sensación de que más bien se trata de actos concretos y visibles, y no de palabras. Si se trata de asuntos concretos, como el despido, me pregunto cuál es la razón por la que no puedo hablar con claridad sobre la forma en que me he sentido estos días. Concluyo que me veo, y me siento, como un montón de cables enredados. Si consiguiera dar al menos un fogonazo que insinúe lo que me pasa, bastaría para aliviar la sensación opresiva con la que he venido conviviendo.
Joaquín está hecho de otra materia, pienso. Cierta vez caminábamos de regreso de una fiesta de cumpleaños. Tarde no era, pero la calle estaba vacía. Subíamos desde Macul por la avenida Quilín en dirección a la cordillera. Desde ahí hasta el siguiente semáforo hay casi un kilómetro y medio, una recta que permite ver si hay otras personas en la vereda con bastante anticipación. Muchas veces había hecho ese recorrido en la noche, solo, sin que sucediera nada. Cuando doblamos la esquina, todo estaba normal. Hablábamos de un video clip de Megadeth que había visto hacía poco en MTV. Le decía a Joaquín que me parecía bien hecho, que tenía coherencia. Y que eso me había sorprendido. Él no ponía atención, venía borracho, con hambre y con sueño. Era en Mayo. Hacía frío pero no tanto. Al hablar salía vapor. En ese momento un escalofrío me subió por la espalda, lo que suele llamarse intuición. Intuición pura y dura.
- Joaquín - le digo – Mejor vamos por Los Plátanos, o esperemos un taxi.
- Por Los Plátanos de seguro llegamos en pelotas, y un taxi, no voy a tomar un taxi por tan poco.
No pude convencerlo, ni yo prestaba verdadera atención cuando me ocurrían los escalofríos. Enfilamos calle arriba, en completo silencio. No mucho más allá, de una de las calles, aparecieron tres tipos caminando separados entres si, hacia nosotros. Eran jóvenes, con ropa deportiva. Uno de ellos vino hacia mi. Los otros dos se fueron encima de Joaqíin. El corazón comenzó a salírseme por la boca, pensé en correr, o en ponerme a pelear hasta la última consecuencia. Pero el otro era mas corpulento y sin duda estaba habituado a lo que hacía. Me ordenó con insultos que le entregara todo, que si no me mataba ahí mismo. Ya tenía el reloj casi desabrochado. No me había dado cuenta, pero Joaquín tenía a uno del cuello, no le daba tegua, estaba golpeándolo con tal brutalidad que lo estaba matando. Pues no se movía. El otro que había ido por Joaquín intentaba detenerlo con golpes en la espalda, con patadas y puñetazos en la cabeza. Joaquín era como si no los recibiera. Hasta que lo soltó, lo dejó caer. En el suelo, comenzó a contraerse, a convulsionarse. Pero a Joaquín todavía le quedaba carga.
-Ahora voy a seguir con vos, flaite culiao, le dijo al que en una distracción miraba al caído. Le dio una patada en la cara, que crujió como la cáscara de un huevo. El que había venido por mi sacó un tubo de metal de unos treinta centímetros, con el que pensé intentaría golpearme, pero Joaquín me grito que corriera, rápido. Le hice caso. No mucho más allá oí la detonación. Era una escopeta hechiza. La lluvia de perdigones no me alcanzó. Al darme la vuelta, vi como dos de ellos arrastraban al que Joaquín casi había matado, en dirección contraria a la que habían aparecido. Esperé a que me alcanzara y ya cerca, vi que tenía un ojo oculto entre la carne hinchada, el labio igual de dañado. La ropa desordenada, jadeaba y cojeaba.
- Levántate la camisa – me ordeno
-Pero si no tengo nada, vámonos antes de que vuelvan y nos disparen.
-Levántate la camisa! - Gritó.- no sirve de mucho irnos si mas allá vai a caer muerto
Me la levante y tras constatar que no había punzadas ni rastro de sangre, nos pusimos a caminar lo más rápido posible, en silencio. Frente a la puerta de mi casa le dije, Joaquín, si nos hubiéramos ido por Los Plátanos...pero me miró enardecido y me dijo que mis premoniciones (esa palabra uso) valían hongo, que al fin y al cabo estábamos vivos y que nuestras vidas no sufrirían gran trastorno. La verdadera premonición, me dijo, es cuando te alcanzas a dar cuenta de algo crucial aunque no sepas que lo es, y puedes ayudarte a tiempo. Eso son palabras mayores, y no simples sustitos. Si empiezas a hacer caso de cada cosquilleo, mejor te encierras y esperas la muerte en tu casa. Le dije que OK, le agradecí por salvarme del escopetazo, y me despedí, diciéndole que se fuera con cuidado. Me miró con cara de haber hablado en chino.
La materia de la que creía estar hecho yo, era una materia contemplativa, lenta, reposada, pero agitada a cierto nivel subterráneo. Pensaba que era ese magma lo que me producía las contradicciones entre lo que podía decir sobre la forma en que me sentía, y lo que en verdad pasaba: mi silencio frente a Joaquín, en mi propia casa.
- A tu café le falta azúcar, para variar
-Espérame, te traigo el azucarero – le digo
-Deja, ya me voy. Vine porque quería comprobar si estabas vivo.
Se puso de pie, se tomó de un sorbo lo que quedaba en la taza y camino hasta la puerta. Miró al rededor, me miró a mí.
- No se cómo aguantas esto...ni como soportas la mirada de las personas, no creerás que te ves así solo porque estás aquí en tu casa. O que pueden verlo apenas quienes te conocen mejor...ya sabes, es algo que chorrea, que se filtra y que no hay modo de ocultarlo...
- Ya lo se – digo – el modo es cambiarlo, no ocultarlo...
Me quedo mirando por la ventana abierta. Un olor de tierra mojada puedo percibir. Tengo la sensación de que la visita de Joaquín casi fue parte de un sueño. En realidad miro al rededor y lo estático de todo me hace pensar que nada ha sucedido en el plano de los objetos. Pienso en la geología de la tierra, en las piedras. En el Paso del Retorno, el poema de Huidobro que tuve que leer en voz alta para la clase de castellano. Me pregunto si las plantas y los adornos se hacen señas furtivas, si sienten una ternura que les ensancha el alma. Sin embargo yo no vengo de vuelta. Es el tema ineludible. Las posibilidades, la vida en la palma de la mano, el no se sabe. La universidad, el futuro.
No muchos años después. En una ciudad de 30 millones de habitantes, donde las cosas suenan en otra lengua, volveré a verme ante un cierto huir forzoso. Pero esta vez será un tren de consecuencias concretas. Instaladas en la puerta del edificio donde vivo. Lejos de alguien que venga y me salve a patadas. Hará un calor infernal. Y no será un sueño.
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