miércoles, 19 de enero de 2011

TELÉFONOS

Llega a la esquina de Ricardo Cumming con la Alameda. Son casi las siete y media de la tarde y la luz del sol ya se ha ido por completo. Fue un día frío, húmedo, por lo que puede verse a los transeúntes abrigados, exhalando vapor al respirar. Como es habitual a esa hora y en ese punto del plano, los vehículos del Transantiago avanzan entre bocinas y semáforos, con personas que viajan apretadas en su interior. Él se acerca al paradero, se calza los anteojos para distinguir el recorrido que le corresponde; en una de sus manos lleva un grueso maletín que lo delata como visitador médico. De pronto el semáforo da la luz roja y el recorrido que lo lleva hasta su casa aparece entre los demás.    Milagrosamente   – dado que viene exhausto – hay un asiento desocupado atrás del chofer. Trepa al vehículo y tanto el maletín como el abrigo lo incomodan en la maniobra; pesadamente se deposita en el asiento, y se deja ir, con la vista hacia delante. La radio en el interior va sonando con volumen moderado, es una canción de los Fabulosos Cadillacs, que si mal no recuerdo se llama “Genio del Dub”. Se sorprende al oír música a bordo, y sobretodo esa música. Pocos minutos después, los anteojos vuelven a un bolsillo interior del abrigo, junto al corazón. Espera llegar a calentar unos porotos que él mismo cocinó y que ahora, pasado un día, deben estar más sabrosos.
                Su jornada laboral transcurrió con urgencia, pero aún no llega el momento del día en que se diga que, en efecto, el día fue de tal o cual manera; todavía no vuelve tras sus pasos, y ello propicia la continuidad, es decir, aún no sucede todo lo destinado a ese Viernes 30 de mayo.
                El hecho de que sea Viernes es significativo, porque en la mañana, cuando se presentó con una muestra de anticonceptivos donde la tercera ginecóloga de la semana, ella lo fulminó mirándolo de pies a cabeza, sonriéndole por el costado, con labios de mujer implacable.
- Qué te parece salir hoy en la noche...mañana no atiendo la consulta – le dijo sin complicación.
                Sin embargo este Viernes no resulta significativo solo porque una clienta lo invitó a salir, ni porque se rehusó graciosamente, sino porque  fue a través de ella, en ese lugar, donde por primera vez en el día vino a su mente la idea de un teléfono. Probablemente si se tratara de un Lunes, la invitación no habría sido formulada, ni tampoco la doctora le habría pedido intercambiar números telefónicos en vista de la negativa a salir ese mismo día... los Viernes tienen un clima nocturno, social. Y el teléfono es un artefacto social que acorta, o agranda según el caso, la distancia entre las personas.
                Pero el caso es que fue en esa consulta donde primero un teléfono tuvo que ver con él...Y con mujeres, por qué no decirlo.
                La segunda aparición de un teléfono fue en la avenida Pajaritos a eso del medio día, mientras se dirigía maletín en mano a la farmacia que está al interior de un supermercado “Líder”. Sucedió de modo casual. Él se detuvo en un kiosko a comprar chicles y, cuando buscaba en el bolsillo del abrigo las monedas para pagar, sonó uno de los teléfonos públicos que había a un costado del atril con los diarios; una mujer canosa pero atractiva que leía los titulares levantó la mirada hacia la suya.
- Ayer pasé por aquí a esta misma hora, y también sonó ese teléfono...- le comentó.
               Él se encogió de hombros y como respuesta solo esbozó una sonrisa. Seguía su camino cuando la mujer volvió a hablarle.
- Si yo fuera tú contestaría ese teléfono – le dijo – a veces puede resultar curioso oír el mensaje de un extraño...
                Él instaló un sus mejillas un gesto de travesura, pero antes de que levantara el auricular, cesó la llamada. Luego se alejó del lugar tras un cordial encogimiento de hombros que la mujer imitó con exactitud amable.
                El tercer momento del día en que surgió un teléfono fue a la hora de almuerzo, en un restaurante de la avenida Blanco Encalada. El recinto estaba repleto, los mozos se abrían paso como equilibristas, y el bullicio general sumado al hambre que sentía, impidieron que alcanzara a oír el campanilleo de un teléfono que había junto al cajero, en el otro extremo del restaurante. Una adolescente de pelo suavemente ondulado lo miraba con insistencia, pero su atención se concentraba en las escalopas con tomate y puré que recién le habían servido. De un momento a otro el cajero, que quizá también era el dueño, alzó su cuerpo por sobre el mesón, sosteniendo el auricular.
- Hay alguien que se llame David?!!!!- vociferó, con cara de pocos amigos.
                Por fracción de segundo fue silencio lo que se oyó. La cabeza de él se irguió con rapidez suficiente, dejando en evidencia, para la adolescente, que era su nombre el que acababa de oírse. Es cierto que casi todos los presentes movieron sus cabezas al oír la voz, pero lo de él  fue en la cara, una contracción...en todo caso no era a él a quien llamaban, no podía serlo, puesto que nadie que lo conociera sabía que a esa hora estaba ahí. Se sorprendió de haber admitido la posibilidad de que alguien pudiera llamarlo, y sintió un cierto alivio al ver a un gordito acudiendo entre bromas. Quizá a esas alturas del día ya intuía lo estaba por venir.  Pronto acabó con las escalopas, pagó la cuenta y se esfumó a cumplir con las visitas que le quedaban por hacer.
                El resto de su día carece de importancia. Ahora va rumbo a su casa y, por lo visto, su sistema sensorial no alcanza a detectar que dentro de escasos minutos le espera uno de esos toboganes directo al pasado...el asiento que lo acoge, de veras lo acoge. La persona que viaja a su lado es una anciana menuda que no abusa del espacio, y en cierta forma la canción que proviene de los parlantes empieza a contagiarlo. Se siente cómodo al recordar, gracias al ritmo cadencioso, que pocos días atrás, o quizá hace exactamente una semana, Alejandra, que trabaja para el mismo laboratorio y con la que existe un velado juego de seducción, estaba junto a él sentada en un mullido sillón, en una fiesta. Sonaba la misma canción, “Genio del Dub”. Él  recuerda que  la ocasión permitió que se entablara un cierto doble diálogo lleno de insinuaciones, diálogo que terminaría con más de una carcajada proveniente de los labios de ella, que moría por levantarse y bailar...Ahora él  va exhausto, pero pensar en Alejandra con su deliciosa voz lo reconforta.
                De algún modo podría decirse que así empieza todo, con esa tenue inclinación de la memoria de él  hacia un pasado cercano, dulce. Pero ya la suerte inició la cuenta regresiva. Y un pasado mucho más denso, oscuro, está por materializarse de pronto. Otra mujer, cien veces más incrustada que Alejandra o que cualquiera en la vida de él, va caminando por la Alameda, a escasos metros de la micro donde él viaja. Probablemente más de una vez los pasos de ambos estuvieron cerca, muy cerca, durante todo el tiempo que ha pasado desde el último día que se vieron, pero ahora, un Viernes 30 de Mayo, es el momento donde se cruzan... El primero en notarlo es él mismo, que súbitamente se lanza afuera de la micro, esquivando autos tras ella. Resulta providencial que la micro esté detenida en ese momento, esperando la luz verde y con la puerta abierta.
                Corre, zigzaguea por la vereda, sin darse cuenta de que no necesitó los anteojos para distinguirla entre el tumulto de peatones; reparará en ello cuando esté a punto de hablarle. De momento, mientras avanza, no sabe bien para qué ha saltado de la micro. Por un instante cree recapacitar, se ve a punto de dar media vuelta y olvidarse. Pero sabe, intuye que si la deja ir, más temprano que tarde va a causarle remordimiento no aprovechar la oportunidad de hablarle, de saber en qué está su vida; mal que mal, sabe que el cráter dejado por ella todavía resulta demasiado grande como para que alguien mas venga y lo cubra
                La agitación lo excede, la convulsión no le da tiempo para detenerse y pensar; la mano que sostiene el maletín va más húmeda que la otra; el abrigo dificulta su desplazamiento entre la gente. Siente sed y, ya a escasos metros de alcanzarla, nota que hay algo extraño, nuevo en el pelo de ella; vista desde atrás la imagen no concuerda con la de su memoria. Pero es solo eso, unos matices rojizos que provocan la ilusión de humedad, como si viniera recién saliendo de la ducha, por decirlo así...un poco por ansiedad y un poco por costumbre busca los anteojos y, es en ese segundo cuando nota que no los ha necesitado para distinguirla desde al micro. Y la extrañeza no termina: recuerda que en el tiempo en que estaban juntos, él no necesitaba usar anteojos. Temiendo que voltee de pronto y lo vea con ellos puestos, los deja en el bolsillo. Quizá por eso se decide a hablarle de golpe, de algún modo saca coraje ayudado de la propia exaltación.
- Qué tal ? – es lo primero que le dice, con la lengua dura, mirándola fijo y apretándole un brazo; las piernas amenazan con temblarle más de la cuenta. Ahora la escena podría resultar estimulante para cualquier cineasta: ella no da crédito a lo que tiene en frente. A juzgar por su  expresión, por la forma en que acusa el golpe de verlo, es como si de pronto un desconocido viniera y sin dilación le pusiera la mano entre las piernas; el gesto es de los que solo se escapan cuando se está a solas.
                A él lo atrapa cierta sensación que no recordaba o que había resuelto olvidar. No supo qué mas decir. Luego Ella se serenó cuanto pudo; iba a hablar, pero él se abalanzó.
- Supongo que no me has extrañado, pero no importa – le dice.
                Todo ha sucedido con cómica rapidez. Ella aún no dice nada, y por la vereda la gente va y viene normalmente. La conversación que inician prefiere la trivialidad, pero el trasfondo termina por ejercer su natural presión. Hablan, ella habla. Ella termina por decirle que quizá fue un error haber terminado la relación, que desde entonces ella no ha sido feliz. Mas bien lo ha pasado pésimo, reconoce. Él no cabe en si, ahora es él quien no da crédito a lo que esta sucediendo. Al cabo de poco deben despedirse, pero contra lo que era de esperar, ella se niega a dar su número telefónico a él, que insiste. Argumenta que no quiere abrir viejas heridas, que es mejor dejarlo hasta ahí. Él le dice que no, que con todo siempre fue él quien sufrió sacando la peor parte en la relación. Finalmente ella acepta, le da su número y se despiden. Se están despidiendo, pero se da tiempo para recordarle a él la escena de hace cinco años, cuando todo terminaba una mañana de otoño. 
- Te hice mucho daño – comienza a decir – no supe quererte como tu a mi. Y te abandoné cuando mas necesitabas sentirte querido...De verdad me sentí como una perra, pero terminar era mejor que dejar pasar los días viendo cómo confiabas en mi, y yo con mi cabeza en otra parte...
- Estabas enamorada de otro – interrumpe él.
- Puede ser, pero nunca se me va a olvidar la mirada tuya de esa mañana, cuando te lo dije y te fuiste sin siquiera dar un portazo...Hubiera preferido que te enojaras, que me insultaras... ahora, después de eso, me cuesta mirarte a la cara.
- Si yo fuera tu, simplemente asumiría que esas cosas pasan, y me diría a mi mismo que  si ahora estamos parados aquí, quizá sea por algo...yo no te guardo rencor...
- Ahora te di mi número de teléfono, quieres que nos mantengamos en contacto...Yo no sé, no sé.
                Finalmente no saben si abrazarse, no saben si decir adiós o hasta luego. Ella le pide, le ruega que le dé un tiempo para pensar antes de que decida llamarla...él casi acepta, pero ella cambia de opinión y termina por pedirle que no la llame, le asegura que cuando se sienta preparada va a ser ella quien marque su número. Le asegura que eso va a suceder, pero le pide, le repite que le dé tiempo. Él se sorprende, y no puede dejar de decirle que su aprensión es un tanto exagerada, que si se hablan, y si se ven, incluso, no hace falta reiniciar nada, solo eso...mantener un cierto contacto.
                Cuando llega el momento en que él se queda solo, de pié entre la gente que avanza, también llega el momento en que piensa y se dice que, aunque parezca extraño, durante ese día ha habido muchos teléfonos de por medio. Es algo que piensa con alegría, casi como consecuencia de la conmoción que evidentemente ha causado en ella. Porque lo cierto es que no esperaba que  pudiera sentirse tan afectada al verlo otra vez...Se dice que aunque no la vuelva a ver en otros cinco años, ya no va a ser lo mismo cada vez que  la recuerde. En otras palabras, y para decirlo de una vez, es aquí que comienza a percibir que hay otras fuerzas (o como se llamen) actuando sobre él. Siente la vibración, un leve parpadeo en el aire...como si se le hicieran visibles las ondas electromagnéticas de las cientos de  llamadas telefónicas ocurriendo en ese instante.
                Pronto se echa a caminar, lentamente. En uno de los kioskos compra cigarrillos, porque sabe que apenas llegue a su casa va a prepararse un buen trago. O más de uno. A medida que avanza, la sensación de que algo extraño lo ronda se hace mas intensa. Piensa, analiza, y aunque no logra una conclusión que lo ayude a entender la causa, está seguro de que  eso que siente en el pecho es distinto de la euforia tras el encuentro con ella. Es evidente, en todo caso, que ese estado se relaciona con el hecho, pero es otra cosa. Entre la gente lo que ve es el chillido de cada segundo que pasa, un sonido similar al que harían las alas de un insecto al frotarse. Claro, habría que decir que oye eso entre la gente, pero es algo visual, porque lo que experimenta en sus ojos se parece a lo que podría ver cualquiera si se pusiera una media de nylon estirada sobre la cara. La vibración coincide con el parpadeo en su retina...aunque quizá se trate de una deformación dado que no se ha puesto los anteojos...pero no, además hay algo distinto en la composición del aire, eso si es claro. Puede olerlo, como un aroma de frutas...
                Lo cierto es al cabo de una hora abre la puerta de su casa. Junto con el crujido de las bisagras, hay algo como un pájaro invisible golpeando los rincones... Enciende la luz como todos los días, pero con cierta cautela, deja sobre el sofá su abrigo junto al maletín. Y prende la radio. No necesita sintonizarla para hallar en el dial una canción que esté a la altura de la circunstancia, porque otra vez es la canción “Genio del Dub”, de los “Cadillacs”. Sonríe, y aunque no es una canción que le provoque grandes emociones, acepta que es extraño...aunque todo se ha vuelto extraño.  A medida que se quita la corbata y se desabotona el cuello de la camisa, se agacha para sacar del pequeño estante una botella de vodka. Ahora ese algo se mueve con lentitud, se arrastra por el techo produciendo un sonido parecido a... no sabría precisar a qué se parece. Luego se dirige a la cocina, toma un vaso que pronto llenará con tres o cuatro cubos de hielo.
                Estaba recostado sobre el sofá, se había quitado los zapatos. Apretaba entre sus dedos el vaso a medio consumir cuando decidió que la llamaría en ese mismo instante. Lo que se oía en la radio ahora era una canción que sí le provocaba cierta emoción...era, precisamente, una de las canciones que  le recordaban a ella. Sobretodo le recordaba un fin de semana en el campo, donde la señal radial era débil y, adivinadora, había llevado unos CD ´s. “Real Love” creo que es el nombre de la canción.
                Se incorporó con un movimiento que quiso ser rápido pero que resulto un tanto torpe. Tomó el aparato con sus dos manos y digitó el número, que ya conocía de memoria. Al otro lado de la línea tardaban en responder, con cada intervalo el pecho se le agitaba más.
- Aló – se oyó la voz de ella...un poco trastocada, quizá intuyendo que podía tratarse de él.
- Aló – repitió, con evidente ansiedad.
- Soy yo, David… se que no querías saber de mi hasta...bueno, más adelante, pero es que no puedo, necesito verte, te he necesitado mucho.
- Si, si se, pero...no esperaba verte así tan de repente. Además me siento culpable, sabes...
- Te dije que no tienes por qué sentirte culpable...son cosas que pasan, nadie decide muy bien de quien se enamora...yo sé que si hubieras podido decidirlo te habrías quedado conmigo, yo se...sé lo mal que la pasaste con ese tipo, sé que incluso te pegó mas de una vez, cuando todavía estabas conmigo...y no preguntes cómo lo se...
- Si, la historia esa del asalto no me la creí ni yo...
                Mientras habla, él  ya ha tomado pleno conocimiento de que nada ese día fue fortuito. Ni los teléfonos, ni la música...incluso otros detalles que no vale la pena mencionar. Ahora está de pié, sosteniendo el auricular y hablando con Ella...y alrededor hay un verdadero concierto de cosas perceptibles. Parece que todo gira. El sonido que había cuando recién abrió la puerta ahora no es uno solo, si no que son mas de un pájaro invisible golpeando las murallas (decir pájaro invisible es una forma de nombrarlo). La luz parpadea cada tanto, la radio pierde sintonía...podría decirse que se trata de una baja en el voltaje, pero aquello que cambiaba la composición del aire tras el encuentro en la Alameda ahora ha vuelto con mayor intensidad, el chillido de los segundos gobierna cada milímetro del espacio cercano a él. Siente que podría lanzarse a si mismo contra una de las  murallas y atravesarlas perfectamente hasta la casa vecina...puede oler lo que ocurre a su alrededor. Sabe, por ejemplo, que su vecino se prepara unos huevos con tocino y orégano, aunque no tiene idea cómo es que lo sabe.
                El diálogo se parece mas bien un monólogo atravesado por una creciente exaltación. Los sentidos de él cobran  sensibilidad como nunca antes, pero no se inquieta...
- Ahora tengo la fuerza...- le dice – no sabes cómo te me has metido por la piel ahora...si yo te tocara saltarían chispas al ponerte mis dedos...y si te besara...si te hiciera el amor...probablemente se desataría una reacción en cadena...te hablo de algo físico, es algo con las neuronas, no se...es que tendrías que estar en mis zapatos para comprenderlo...no, qué digo, si esto no se comprende, se siente...mi amor, nada de lo de hoy es casualidad, nada...dime...tu día hoy, fue algo extraño también?...yo sé que si, es imposible que no lo haya sido, algo en el aire me lo dice...entiendes...? Todo esto no me pasaría si no fueras tú. Eso está claro. Acá alrededor todo vuela, y sabes que no es una metáfora...incluso podría decirte qué calcetines tienes puestos ahora, porque lo sé, se todo...y no me preguntes cómo es que lo sé.
- Para...detente un poco...sirve de algo si te digo que mi corazón late demasiado fuerte...? Me refiero a que quizá en otra circunstancia se me provocaría un desmayo o algo así...respiro con un poco de dificultad...pero al exhalar, al eliminar el aire que ha circulado por mis pulmones y que se lleva un montón de partículas que venían en mi sangre, en ese segundo en que casi me quedo sin aire, hay algo que me vibra en los ojos, como que la luz que pasa hasta la retina se hace mas fina...no sé, creo que también podría decirte el color de tus calcetines, por ejemplo. 
                En ese segundo, al oírla, alcanza un punto tal que le resulta imperiosa la necesidad de salirse, de echarse hacia fuera...es ahí, en ese momento de la conversación, que se lo propone a ella...
-         Lánzate – le dice con agitación – deja de respirar un momento y así como vez el color de mis calcetines, intenta ver el interior del cable del teléfono, date cuenta del cobre, del movimiento eléctrico…hay unas formas que se distinguen, que cambian de posición…intenta sólo ver las formas, enfócalas…haz que se agranden, es un olor como de piedra con chispas…Lo sientes? Haz que todo alrededor se encoja…Puedes?...yo ya estoy…Haz el intento de estirar el brazo, de darme la mano…Ya te…
                En ese momento las cosas como que se detuvieron así tal cual, inmóviles en ese segundo. Lo que vio a continuación fue su mano colgando con determinación el auricular. Pudo ver sus dedos haciendo presión contra la superficie blanca de plástico.  Ahora la voz, las voces, los sonidos confusos se alinearon para dar paso a una canción que poco (o mucho, según se mire) tenía que ver con lo que había estado sucediendo.  La canción era la canción de la película Los Cazafantasmas, y las últimas palabras articuladas, y que no eran las suyas, fueron palabras que decían algo así como..”Ya te atrapé, condenado fantasma, no podrás salir de este aparato, a menos que dejes de ser un fantasma, ja ja jaj” Se prometió a si mismo no volver a dormirse sin antes apagar la televisión. Y se durmió en paz.

lunes, 10 de enero de 2011

LENTES OSCUROS DE NOCHE

Desisto de atravesar. Camino, alejándome del montón de personas que han acudido hasta el cadáver. Si miro mi reloj, con seguridad encontraré que ya debiera estar a bordo del más veloz de los taxis. Me digo que si ese hombre ha sido capaz de lanzarse contra el auto y perder la propia vida, no sería tan grave perder el propio trabajo. La verdad es que necesito caminar. Olvidarme de la pantalla, de los datos, del correo electrónico. Soy presa de cierta conmoción, pero desde mucho antes de ver el cuerpo volar como muñeco de trapo. Por afuera soy un peatón más, un poco gris, un poco encendido en la mirada. Deambulo. A determinada hora me detengo frente a una panadería y entro, compro media docena de unos pastelillos cuyo nombre no leí en la vitrina. Al pagar extiendo las monedas sobre el mostrador, una a una, sin mirarlas. Mi vista la clavo en la vendedora, o mejor dicho en los ojos de la vendedora, que recibe el gesto con una sonrisa que puede ser la sonrisa que resume la mañana entera. Al salir me siento en uno de los bancos de una plaza pequeña en la que no hay nadie. Los pastelillos me parecen todo lo deliciosos que tal vez son. Me reclino, apoyo la espalda en lo duro de la madera, fumo, creo, el cuarto o quinto cigarro. Tengo la sensación de que en la cara todavía está la marca de las costuras de la almohada. Me digo que debí comprar también una lata de Coca cola o un cartón de leche. Pero el sol cae todavía suave y es reconfortante recibirlo abierto, lento. Tengo tiempo, si quiero, para levantarme y cruzar hasta la panadería y clavarle los ojos otra vez a la vendedora. Fantaseo, quizá por una Coca cola conozca a la mujer de mis sueños, o visto de otro modo, quizá termine a medio día en un motel, jadeando sobre la espalda de ella. Tengo una erección. Imagino el invisible vapor saliendo de entre esas piernas. Siento la textura de su cuello entre mis dientes, o la curvatura de esos hombros entre mis dos manos, o la contundencia de su culo contra mi abdomen.
Viene, avanza frente a mí un hombre mayor con una gruesa manguera verde entre las manos. Es el cuidador, el regador de las plantas de la plaza. Se mueve a paso lento, con la cabeza un poco hundida entre los hombros. Al poco rato conecta la punta de la manguera a una llave que permanecía oculta o que apareció de entre la tierra al verlo venir. Se pone a regar, esparciendo un abanico de agua sobre el césped. Parece tranquilo. No contento, sino tranquilo. Observo el silencio del hombre, pienso que probablemente en este momento sostenga un cierto diálogo con los arbustos. Lo veo ahí, de pie, con una mano en el bolsillo y la otra sujetando la manguera. Presiento que años atrás pudo ser el más despiadado hijo de puta, pero que ahora riega un césped que de algún modo le pertenece. Los rasgos de esa cara acentuados por la edad me hacen intuir a un anterior maldito que ahora se dedica a su labor sin contradicción. Un CNI que no fue a la justicia. Es inevitable no pensar en el hombre que se lanzó contra el vehículo. Rememoro lo visto y caigo en la cuenta de un detalle que pasa desapercibido en el momento, pero que a su modo oblicuo aporta la cuota de espanto. Es en el instante en que cae en el pavimento, antes de que el temblor lo extinga. Hay un segundo, breve, en que las manos del hombre palmotean el espacio de aire frente a su cara, como si sus ojos vieran venir algo repentino. Es un reflejo como el reflejo que cualquier ser vivo tendría frente a algo que de pronto se cierne ante la nariz. Pero que en este caso es nada, un mucílago extendido hasta la retina producto del golpe. El movimiento de las manos me hace pensar en la indefenciòn de un lactante. Evito creer que se trate de otra cosa.
La erección queda trasmutada hacia otro ámbito. El sol ahora podría decirse que comienza a golpear. Continúo reclinado en mi banca de madera que también es verde, como la manguera del hombre que riega sin saber lo que sucedió con el otro hombre, cuyo despojo ahora debe estar siendo removido por algún funcionario del Instituto Médico Legal. El sol me da en la cara, en el pecho, y también sobre los pantalones que esconden los rastros de mi fantasía con la vendedora.
- Perdón, don Andrés, pero no puedo enviar las planillas a contabilidad sin la última información que tiene Damián. Él todavía no llega y ya me llamaron dos veces, para cerrar el mes.
Damián soy yo. Quien se dirige a don Andrés es Paula, secretaria, compañera de trabajo, que probablemente quiso bajar el perfil de mi tardanza pero que, dadas las llamadas desde la oficina de contabilidad, no tuvo otra opción que hablarlo con nuestro superior. Quiero creer, como siempre, en la buena fe, en que las llamadas no fueron dos, sino cinco o seis. En que si se dirije a él, es porque ya no queda otra. Todavía siento el olor de la tierra mojada de la plaza, y en la boca el sabor de los pastelillos persiste. Veo las baldosas que recubren el suelo de los pasillos. Estoy ya en el lugar en que debiera estar. En el edificio de la compañía se respira aire de celebración, es el aniversario número no se cuánto, con metas sobrepasadas y todo. Es viernes, día nocturno, día final. Por la tarde, y por la noche incluso, la fiesta se viene. Entro en el ascensor que por fortuna está vacío. Claro, me digo, si a esta hora ya nadie llega. La idea me queda entre dientes con un resabio de lógica formal: yo soy nadie. Contra lo usual, presiono el botón que corresponde al último piso, donde está el casino, en donde tampoco hay nadie cuando las puertas se abren. Avanzo entre las sillas, las mesas vacías. En el otro extremo están los ventanales. Tras ellos y toda su metálica estructura, advierto el rumor de la cocina, de los vapores, de las verduras en proceso cocción para el almuerzo. Puedo olerlo. Puedo sentir la humedad que todavía permanece en algunas de las cabezas de las cocineras que hoy temprano se han lavado el pelo con shampoo de sobre. Me siento en una de las sillas frente a los otros ventanales, que separan las baldosas y el vacío. En lugar del césped esta vez tengo el paisaje de la ciudad a mis pies. Miro en cierta dirección. Allá, en una plaza tras un conjunto de edificios blancos, podría decirse que todavía estoy, sentado en una banca verde de madera. Una sensación de aire, de expeditas partículas que avanzan por mis bronquios me hace esbozar, supongo, una sonrisa. Si me viera a mi mismo quizá advertiría que en los ojos se reflejan con somnolencia todos los matices claros del panorama en frente mío, como si mirara el horizonte una tarde junto al mar.
Extraigo un cigarrillo. Veo que es el último. Lo pongo en mi boca, pero continúo mirando la ciudad. Hago el gesto de buscar el encendedor, palpando con la mano sobre el bolsillo donde creo que lo puse.
- No se puede fumar aquí, huevón .
Una sonrisa de dientes blancos y parejos es lo que resalta cuando doy vuelta la cabeza. Vestido con una camisa sin cuello, una camisa negra deslavada, con rayas circulares grises. Lo veo sentado, apoyando un codo sobre la mesa. Tiene los ojos levemente entornados. Es una sonrisa lo que acaba de desaparecer de su cara; el rastro permanece, haciéndome pensar que me observaba desde hacía un rato, que está a punto de darme un par de palmadas fraternales en la espalda. Parece radiante.
- Tu sabes, aquí no se puede, está prohibido.
Pero extrae un encendedor y me acerca la llama. El gesto contiene todas las veces, las cientos de veces que durante una noche larga nos hemos sentado a una mesa a hablar, a poner en claro ciertas cosas, a ajustar cuentas que de no ser por la hora habrían quedado saldadas sin remedio. Sonriendo, expulso el humo en su cara, le digo que si, que es cierto, que fumar está prohibido aquí en el casino de la compañía. Es el juego, la mofa, el Rock. La patada enérgica pero sutil que manda ciertas cosas a la mierda. La luz del sol cae con revoloteo de palomas sobre los cristales del edificio que está justo en frente, que se yergue como prueba de la realidad, pero que es mas bajo, unos cuatro pisos menos, lo que facilita el atisbo en profundidad, casi hasta llegar al extremo sur de la ciudad, donde estamos: yo fumando y él recostado de espaldas sobre el césped, recibiendo los rayos del sol. Es una mañana de hace meses, después de una noche negra, vertiginosa, inundada de cocaína y esquinas desde las que pude ver a Sofía en compañía de otro que no fui yo. Es la mañana de una noche de comprobación fatal, con el corazón golpeando en todos los sentidos. Él lleva puesta la misma camisa negra deslavada, pero yo no llevo ni mi corbata ni mi traje de ahora.
- Olvídala – me dice bajo el sol, como si la luz fuera una llovizna que ensucia el sonido de la voz y del gesto – ella…ella va a pasar, se va a esfumar…mil mujeres van a venir…todo puede cambiar…tu sabes, esta no es la última oportunidad de nada.
El cielo azul se refleja en el vidrio de los lentes oscuros que tiene puestos, pero el reflejo debería ser todo lo gris del planeta. Al oírlo, una puerta se me abre en las neuronas, es la puerta que ni la cocaína ni el alcohol, ni la velocidad al volante tras ella lograron abrir durante la noche. El calambre se disipa en el pecho. Propongo celebrar con otra botella de ron. Arranco un manojo del césped, se lo lanzo a la cara, agito la botella de agua mineral que intentamos beber, y se la destapo también en la cara.
- Tienes razón, razón, razón, huevón hijo de perra – le grito, preso de la exaltación.
Se incorpora, secándose la frente con la manga de la camisa. Se sonríe, se quita los lentes oscuros, para luego secarlos. Pronto estamos camino al supermercado más próximo. Yo al volante.
- Debiste decírmelo antes, huevón – le digo mientras paso un cambio. La exaltación, la negra exaltación, me hace pisar el acelerador, me hace aferrar el volante con la misma fuerza con que por dentro voy aferrando esas palabras de las que ni él es muy conciente. Palabras con trazas de varita mágica, de varita trágica. La certeza de la liberación aporta una confianza traicionera. Luego surge el disco pare que no alcanzo a ver, surge el otro vehículo contra el cual no alcanzo a frenar, sino más bien a acelerar. Y el estruendo, los golpes, el polvo que me hace intentar toser entre los fierros tras un despertar algo borroso. Aunque algo me atenaza por dentro, un dolor que me va a hacer estallar, y aunque un cuello ortopédico me fija la cabeza en posición rígida, alcanzo a oír la voz de un paramédico diciendo que el otro falleció. Antes de que cierren las puertas de la ambulancia, tengo conciencia suficiente para saber que durante la noche la perdí a ella, (aunque ya no importe) y que ahora él, mi amigo de toda la vida, está muerto.
- Olvídalo, huevas – oigo que me dice. Y otra vez es la cascada de dientes blancos y parejos en una sonrisa. No sé si ahora se refiere a olvidar la prohibición de fumar en el casino, o a la prohibición que imponía el disco pare. Pero la voz no es la misma voz trasnochada, sino una voz que suena como si me dijera que no importa, que ya pasó, que todo está bien. Aunque ahora que lo pienso, esa mañana endemoniada su voz también me dice lo mismo, acerca de Sofía: que ya no importa, que todo va a pasar. Y le creo, tal como le creo ahora. Aunque la sonrisa haya quedado esparcida en esa esquina.
Dejo caer el cigarro consumido en el piso, lo aplasto con el zapato y me levanto. Antes de caminar entre las sillas para meterme al ascensor, doy un último vistazo hacia la ciudad, hacia el conjunto de edificios blancos tras los que de algún modo todavía está la plaza, donde todavía estoy yo, mirando regar al hombre.
Advierto que durante algunos minutos he sido observado por la mujer menuda que hace el aseo. He sido observado desde el extremo opuesto del recinto, ella sostiene el mango de la escoba entre las dos manos, en una postura similar a la de algún guardia del palacio presidencial que apoya la culata de la carabina en el suelo.
- Lo siento – le digo – no era mi intención ensuciar el piso.
Sin esperar respuesta entro al ascensor, que sigue tan vacío. El descenso me da los segundos en que alcanzo a verme reflejado en las paredes de espejo. No me sorprendo de nada, y la lógica formal persiste en su solidez: sigo siendo nadie. Luego ya estoy sobre la acera, entre los peatones y bajo la sombra de los edificios. Tengo plena noción de lo que significa no haber llegado hasta mi escritorio. Veo titulares en los diarios, voces que venden diversas baratijas, diálogos fragmentados, bocinas, el tic tac del algún bastón que se aleja. Lo cierto es que allá atrás está la gran mole, la prepotente construcción que me observa como diciendo yo sabía, todos lo sabíamos. Aunque no se ven desde afuera, aunque me alejo dando la espalda, ahí están las paredes de la oficina donde podría estar ahora sentado frente a una pantalla, analizando datos. Pienso que así me he visto todo el tiempo, que todas las mañanas este es el paisaje cuando estoy allá atrás, oculto tras los altos muros de hormigón.
- Damián está cada vez más raro, después del accidente – dice don Andrés. Quiero pensar en que Paula lo oye, pero no le responde, en que lo sabe, aunque no lo he hablado ni con ella ni con nadie.
Llego a la desembocadura, a la esquina donde la vía peatonal se hunde en la descomunal arteria que atraviesa la ciudad. Me detengo, intento ver la vereda de enfrente, pero no alcanzo. Son más de cincuenta pistas navegadas por un caudal de vehículos en ambos sentidos. Veinticinco hacia el norte, las otras hacia el sur. Ocho semáforos para atravesarla a pié. La sombra del cemento ha dejado de oscurecer. En este punto se podría freír un huevo con solo dejarlo caer en el pavimento. La luz relumbra sobre las carrocerías como fantasmas de insolación. Hay una mezcla de sonidos que desde alguna azotea podrían parecerse al fragor de una batalla en el fondo de un abismo. Me quedo de pie, con un cierto vértigo que me obliga a tragar demasiada saliva, hasta que una mano, unos dedos me tocan suavemente por la espalda, retrayéndome del movimiento que me pasa por la vista.
- Hola tu – me dice. La mano se desliza en un leve abrazo a medida que doy media vuelta. Se transforma en una cara de mujer que prácticamente estaba olvidada, pelo ondulado, color miel.
- Hola – contesto, intentando darle a mis rasgos la expresión de sorpresa.
Un relámpago ilumina la zona oscura. Veo la casa paterna de algún compañero del colegio. Un día cualquiera por la tarde, reunidos con el pretexto de estudiar para el siguiente examen. Me reconozco junto a ella, jumper arremangado en la cadera, puerta del baño con seguro, ella contra las baldosas, yo pantalones rodilla abajo. Me veo luego de regreso al refugio de algún parrón donde todos fuman, donde todos oyen cierta música, donde ambos somos observados con sorna de bromas en la punta de la lengua. La veo con las mejillas brillantes, casi sonrojadas por la reciente agitación.
- Casi cuarenta millones habitando la misma ciudad, según el último censo, y venirte a encontrar justo aquí… - su voz suena potente, conmovida por una sonrisa de brillo labial. Es una voz que me hace imaginar su vientre, una voz visceral, hormonal. La abrazo, percibo el ascenso vaporoso de algún perfume caro. Me fijo en los ojos, aclarados por un par de lentes de contacto de tono verde.
- Si – le digo - es una verdadera coincidencia.
Noto la sombra, el repentino cerrarse de sus labios al oírme. Me mira con ojos algo incendiados por lo vidrioso de los lentes sobre el iris. Intento sonreír, pero lo que me sale es una mueca que se parece al asco. Las líneas que presiento dibujarse sobre la comisura de mis labios son las mismas de cuando por alguna razón he sentido náuseas. Luego caminamos. Entramos callados al espacio reducido de un café. Solo nosotros, solo una insípida música ambiental flotando entre las paredes. Hay un ventanal, y través de él, hay una remodelación en progreso. Se puede advertir la excavación tras un improvisado muro color naranja fosforescente. Un relativo silencio propicia algo, un juego de miradas. Hasta que ella rompe el hielo.
- Eres el único, no he vuelto a ver a nadie del curso, a todos se los tragó la tierra.
- Yo tampoco, aunque creo que si hiciera un esfuerzo, podría dar con más de alguien. No uso Facebook...
Se lleva a los labios una taza de café, sosteniéndola entre las manos, como si hiciera frío. Mira a través del ventanal, reclinándose. Pero en realidad su cabeza está en otro punto, pensando en algo completamente distinto de si ha visto o no a alguno de nosotros. Puedo ver en esos ojos el inocultable reproche, puedo ver en el labio la leve crispadura. Sé lo que hay en el ventanal, aunque en perspectiva solo exista el muro que contiene la excavación. Lo sé, porque yo veo lo mismo. Es la calle, que remodelada y vuelta a remodelar, sigue siendo la calle donde el cielo se divide en dos parlantes por los que confluye lo electrónico de mil percusiones distintas. La veo a ella y a mi, cada cual con los audífonos conectados a los tímpanos, accionando la tecla play en el mismo segundo, dando paso a la misma secuencia electrónica que juntos hemos armado días antes, en su casa o la mía. Veo la lluvia, veo su jumper, que cada semana se ha hecho más corto. La veo sonreír, bailando, mientras el agua doblega finalmente al negro delineador. Me río de esas alegres lágrimas oscuras y ella, sonriendo siempre, viene y me besa, concitando el aplauso de algunos peatones. Me veo, nos veo, abrazados bajo ese cielo sonoro de violentas gotas, que se triza en relámpagos multiplicados en las ventanas polarizadas de los edificios.
- Esta calle es la calle que…
- Si – le digo, interrumpiendo la frase – es la misma.
También sé lo que ahora está a punto de decir. Lo silencioso, la crispadura en el labio, ahora es expresión contundente. Observo que levanta el brazo y da un rápido vistazo a su reloj. Se acomoda con los dedos un mechón de pelo hacia la oreja. Y noto que con cierta impaciencia comienza a golpear la mesa con los nudillos, en una melodía que probablemente sea la melodía que viene a reflejar eso que no sabe si pronunciar. Hasta que otra vez habla.
- Ya no eres el de antes…
- Tú tampoco – contesto.
- Puede ser, pero te ves triste…cada vez que te he recordado, ha sido inevitable no pensar en esa sonrisa tuya…
Me quedo sin responder, con la vista hacia el ventanal. Quisiera salir y respirar aire en circulación, pero sería cobarde. Me mira, sabe que cualquier cosa que le respoonda podría caer en la tierra poco fértil de lo que no es cierto. Sé, también, que no espera de mi nada que se parezca al asentimiento, a la confirmación de que lo que dice es verdad. Nota mi turbación, y habla. Pero rústicamente el tema es otro, casi obligándome a la complicidad, al decaído agradecimiento.
- Tu amigo, ese con el que eran vecinos, tu amigo del alma...
- Rodrigo... – aclaro.
- Si, él...hace un tiempo creí leer su nombre en las noticias...a causa de un accidente...era él o solo un alcance de nombres?
- Si – contesto – era él...yo iba manejando...se podría decir que lo maté...
Ahora es perplejidad lo que hay en la cara de ella. Veo que no sabe si preguntar detalles o, sencillamente, pronunciar un tardío pésame para luego pedir la cuenta, pagar y largarse. De algún modo la afrenta por mi triste expresión, por mi inexistente sonrisa de antes, se va neutralizando. Y decido encausar el encuentro en esa dirección. Alzo mi brazo derecho, el de la cicatriz. Desabotono el puño de la camisa, y le lanzo la centena de dientes rojos, irregulares, que se pierden mas allá de la articulación reconstruida con implante de Titanio.
- Y esto no es lo único que hay – le digo – un par de cirugías menores, un corte transversal en el vientre... parte del tablero se me incrustó, y por poco no me perfora el hígado y el pulmón...yo debiera estar muerto, sabes... yo, y no Rodrigo, que solo sufrió el golpe en la cabeza…
La cara se le congela. Veo con cierto sórdido placer que dentro de su cabeza algo cercano al arrepentimiento comienza a moverse. Por mi parte me sorprendo de haber armado las frases, puesto que hasta ahora no he tenido la oportunidad de referirme, en ninguna circunstancia, a la mañana de hace unos meses.
- Sé cómo te debes sentir – dice, con una voz que intenta la dulzura.
- Puede ser – digo – en todo caso tengo claro que son cosas que pasan, que ya pasó, y que no hay nada que hacer ahora...
Veo que al oírme, la emoción en su cara me trae de vuelta algo de ella, de cuando todo estaba en la palma de la mano. Lo que reconozco es el gesto que me mira pero que a la vez, a través mío, mira hacia lo que tiene todas las formas posibles. Apoya los codos en la mesa, toma mi mano, la del brazo que acabo de mostrarle, y me la acaricia, la aferra, como si aferrara al yo de entonces.
- Te confieso que muchas veces me he preguntado cómo fue que lo que teníamos se esfumó, sin siquiera volvernos a ver...qué bueno reencontrarte, de verdad, y qué bueno que no hayas muerto.
- Éramos unos pendejos – le digo – cuando estábamos en el último año, la presión por el futuro barrió con todos, con todo...acuérdate, se definía el resto de la vida...
- Si, como si se tratara de lo único posible...éramos unos pendejos, concuerdo contigo. Pendejos, el sentido latino americano y en el sentido chileno: tontos y pergenios...
Se deshace de mi mano, se lleva otra vez la taza de café a los labios, mirando hacia el ventanal. Pero ahora no sé lo que está mirando. Se ve hermosa, un poco pálida de cierta tristeza, de cierta melancolía. Tengo las ganas de preguntarle por lo que finalmente ha hecho con su vida, pero se adelanta, habla con pulsión de urgencia.
- Con nadie, créeme, he vuelto a sentirme como en ese tiempo, que en el contexto de una vida no es mucho...Diez, once años?
- Si – le digo – todavía tenemos algo de jóvenes...
Al cabo de poco termino por hablarle de Sofía, de la incipiente ninfomanía que comprobé la mañana del accidente. Termino por hablar de Rodrigo, de esa fatal exaltación sobre el césped, de cómo se abrió una puerta hacia la claridad simple de todo, de cómo me sentí aliviado de la sordidez de esa mujer, y de cómo llegamos a esa esquina de golpe. Le hablo de hoy, del hombre que he visto morir...
Al despedirnos, lo hacemos con la certeza de vernos pronto. Me alejo de la calle en remodelación, del muro fosforescente. La sensación que tengo se me antoja vagamente dulce. Pienso que se parece a cuando era niño, a cuando succionaba la leche tibia de la mamadera, y sobrevenía lento el sueño. La temperatura ha descendido los grados que permiten caminar con tranquilidad. Las luces artificiales se mezclan en reemplazo del sol, que ahora golpea en otro punto del planeta. En el bolsillo de la chaqueta he llevado todo el tiempo los lentes oscuros que rescaté de entre los fierros el día que me dieron el alta, cuando fui y me enfrenté a la chatarra en el recinto estatal. Pienso que podría ponérmelos, y si alguien me lo pregunta, le diría que me los pongo porque me da la gana, porque nada me lo impide, ni la noche.

martes, 28 de diciembre de 2010

RESACA

Despertó sobresaltado, con los ojos enrojecidos. Estaba boca arriba en uno de los sofás del living. Lo que había a su alrededor eran ceniceros repletos, botellas vacías, platos con restos de comida. Intentó ver el momento en que había caído ahí y no en su cama, pero lo que vino a su cabeza fueron episodios incompletos, atravesados por la euforia. No pudo, tampoco, recordar el momento en que se habían ido todos. Eran las tres de la tarde, según el reloj de la pared. Ahora el entorno parecía consumido, estático. Quiso ponerse de pie. Al hacerlo, se le fue el alma al suelo. Lo que consiguió con claridad fue acusar el golpe de un flujo de acidez, que le llegó al esófago como un agua de mar. La necesidad de líquido, de agua dulce, se antepuso. En el trayecto hasta la cocina pateó sin querer un vaso; no le importo que el ron quedara absorbiéndose en la alfombra. Ya frente al refrigerador, succionó a prisa el chorro de una botella de agua mineral. Con la boca limpia de grumos, con la vista empañada por las burbujas de gas, eructó casi satisfecho. La sensación de inestabilidad, de vidrio molido corriéndole por las venas, estaba lejos de desaparecer, y el corazón le latía a mayor velocidad que lo normal. Sin embargo, le esperaba una tarde similar a cualquiera anterior. Por la quietud que lo rodeaba, le parecía evidente que se encontraba solo. Salía de la cocina cuando oyó la voz.
- Estuvo buena la fiesta...
              Por reflejo dio un paso atrás. Un impulso de adrenalina le brotó hacia arriba por la boca del estómago, y con la mirada buscó algún objeto contundente que pudiera servirle de defensa. Era la voz de alguien mayor, lo suficiente para descartar de plano la posibilidad de que se tratara de alguno de sus ex compañeros de universidad, o de alguien, en último caso, que hubiera estado en la bacanal en que terminó todo. El que hablaba estaba sentado en uno de los sillones junto a la ventana, por lo que los rasgos de la cara, del cuerpo, resultaban imprecisos vistos a contraluz.
- No te asustes – volvió a hablar – vengo a ofrecerte algo…más bien es algo que quiero que hagas por mi.
                La voz se dirigió a él con un indefinible matiz, de alguien habituado a circunstancias de esa índole.
                Se quedó ahí, en la puerta de la cocina, intentando encajar la extrañeza de de verse frente a alguien desconocido en su propio departamento.
- ¿Quién es usted, cómo entró? – fue lo que atinó a decir.
                El de la voz, ahora podía verlo con un poco más de claridad, era un tipo de unos sesenta años, delgado, vestido con unos jeans y una camisa de color oscuro. Su cara tenía la expresión vivaz de unos ojos pequeños, probablemente pardos o azules. La postura en la que estaba era la de alguien que domina la situación, con una pierna recogida, pisando el cojín del sillón, y con la otra pierna estirada, lo que lo hacía verse casi recostado. Entre sus manos sostenía algo, una especie de tela con la que podría decirse que se entretenía mientras esperaba el instante de hacerse notar. Era claro que llevaba en el departamento una cantidad de tiempo suficiente para haber hurgado en cada posible lugar, si lo quiso.
- Mi nombre es Ernesto Sánchez Meza, ¿te dice algo?... Entré por la puerta, que estaba abierta.
                Lo miró con detención, para cerciorarse de que era quien decía ser. Lo reconoció, era la misma cara de rasgos incisivos que había visto publicada en revistas del tema inmobiliario o de ingeniería. La tensión disminuyó, tuvo tiempo, segundos quizá, para darse cuenta de que no había en él impulso alguno de poner las cosas en su lugar, de enfrentarlo por haberse atrevido a entrar a su propiedad. Expectante, guardó silencio, lo cual que fue interpretado desde el sillón como la oportunidad para ir directo al grano.
                Al final, tras no más de quince minutos, el encuentro terminó con un apretón de manos y con la imagen de Ernesto Sánchez Meza de pie en la puerta de salida, a punto de abandonar el departamento, arrojándole a la cara, a modo de repentina broma, la tela que hacía poco sostenía, la que resultó ser un calzón diminuto, con círculos rosados, que de seguro había encontrado encima de algún sillón.
- Toma esto, creo que es tuyo – le dijo burlón antes de desaparecer por el corredor hasta los ascensores.
                Se quedó sosteniéndolo en sus manos. Era incapaz de determinar a quién podía pertenecer.
                La estela que dejó quedó entre las paredes, como la sensación de que había tenido en frente a alguien completamente distinto al común de personas que trataba a diario. Si el hecho de no hallarse solo era impensable, más lo era que quien acababa de irse era el empresario de la construcción. Sabía quien era. Debido a su profesión, el nombre le era habitual ya desde los años de la universidad, en los que más de una vez había asistido a algún seminario dictado por gente ligada a él. En sucesivas oportunidades currículums suyos habían sido enviados a empresas que el hombre manejaba, sin obtener respuesta.
                Una vez que cerró la puerta, y que supo que ahora de verdad estaba solo, la consecuencia de la noche recobró intensidad, provocándole una especie de dificultad para mover las articulaciones, para mantenerse de pie. Se dejó caer otra vez en el sofá que había dormido. Y se quedó un instante mirando el techo. Por la ventana el día era de calor, había piscinas y playas atestadas, gente de vacaciones, gente después del almuerzo charlando bajo algún parrón con los pies descalzos, en tanto que él... Si el empresario lo era en tal magnitud, pensó, sin duda se debía a que las cosas las hacía de ese modo. Se dijo que alguien de ese calibre (es la palabra que usó) podía tener el arrojo suficiente para ir donde un perfecto desconocido y pedirle, sin más, revisar en terreno ciertos planos, ciertos estados de material referidos a construcciones que por lo antiguas debieran necesitar una demolición, o en el mejor de los casos, una reparación estructural. Por hacer lo que se le proponía recibiría una cantidad de dinero considerable. A simple vista parecía tratarse de algo no tan complejo, aunque lo importante no era lo que debía hacer, sino cómo debía hacerlo. Las mediciones y correcciones efectuadas en el lugar (no le fue revelado cuál) debían llevarse a cabo con estricta reserva. El empresario le había dado tiempo, hasta primera hora de Lunes, para responder.
                Tendido, intentando hallar el motivo por el cual Sánchez Meza podría necesitar algo así, pensó que debió preguntarle, al menos, el conducto por el que información suya, su dirección, estaba en sus manos. Se dijo que si no lo hizo fue por hallarse en estado deplorable, que seguro había llegado a su puerta ayudado de uno de los currículums, o porque su nombre figuraba en el colegio de ingenieros, lugar en el cual alguien como él tendría la facultad de acceder a la información que quisiera.
                Casi dormía. El sueño lo envolvía con placidez, con lenta contundencia,cuando el chillido electrónico del teléfono le llegó como un espiral. Ante la urgencia del aparto, lo invadió una vaga sensación de irrealidad, tuvo que deslizarse apresurado, temiendo que quien efectuaba la llamada desistiera del intento, temiendo que por alguna razón se tratara de Sánchez Meza otra vez.
 - Aló – dijo, y lamentó que su voz sonara atropellada, impregnada de somnolencia, un poco enronquecida.
 - Me imagino que recién vienes despertando, bailador.
                Al otro lado se oyó la voz de una mujer. Por la palabra ¨bailador¨ supo que se trataba de alguien que había estado la noche anterior. Recordó que si, que lo habían llamado así en reiterados momentos.
-Vengo despertando - respondió.
- Qué te parece almorzar juntos, te paso a buscar.
             Intentó darle un rostro a la voz que oía, pero de todos los que pudo recordar no hubo ninguno posible. Lo precario de la oportunidad no le dio tiempo para determinar quién le hacía tal invitación. No recordó haber intimado lo suficiente con nadie que no conociera de antes. Le resultó evidente que no era la voz de alguna ex compañera de universidad.
- Lo que pasa es que tengo un desorden gigante, y no me gustaría salir y llegar después a la misma basura.
- Eso no es problema. Si quieres voy, te ayudo con lo que haya que hacer y vemos si salimos, el día está radiante…además, tienes algo que es mío...
- ¿Algo tuyo?
- Olvídalo, termina de despertar…necesito que me respondas.
                La voz le hizo pensar en una mujer atractiva. No tanto por la tersura, ni por el timbre, anhelante, sino porque era claro que se trataba de alguien capaz de ir en busca de lo que le daba la gana. Los calzones que Sánchez Meza le había arrojado, por lo visto, pertenecían a ella. No recordó que durante la noche las cosas llegaran al desnudo colectivo, ni que él se acostara con nadie. Si eso que reclamaba como suyo eran los calzones, lo eran a propósito, deliberadamente, como morder una fruta solo porque se ve deliciosa.
                Tras los minutos exactos, acordó que la vería, que la esperaba en el departamento dentro de dos horas. No quiso preguntarle el nombre, ni averiguar nada que evidenciara la laguna. Tenía tiempo suficiente para ir al supermercado por agua mineral, por antiácidos. Al devolver el aparato a su sitio miró alrededor, se dijo que ordenar todo le tomaría como mínimo una hora. Miró por la ventana, afuera el día se había transformado en la atmósfera de una fugaz tormenta de verano. Desde la altura del piso diez pudo ver que las copas de los árboles se mecían con un viento que era un viento tibio, cargado de la electricidad que daría paso a los rayos, a los truenos. El repentino oscurecimiento le hizo pensar en que el cielo estaba a punto de estallar.
               En el baño se miró al espejo, se quitó la polera que tenía puesta desde la noche, y metió la cabeza bajo el agua fría de la ducha. Minutos mas tarde ya iba camino al supermercado, ubicado a escasas cuadras. Afuera la calle estaba desierta. El calor se había disipado en algo dada la ausencia directa de luminosidad. Todavía no rompía el aguacero cuando salió.
                 En el lugar, a parte de la reconfortante temperatura del aire acondicionado, por los amplios pasillos no circulaba casi nadie. Una insípida música ambiental ponía trasfondo. Estaba frente a las vitrinas refrigeradas, buscando el agua, cuando una mujer mayor, una anciana en realidad, ataviada con ropas que no coincidían ni con la época ni con el clima, se le acercó, aferrándole el brazo, apretándoselo vehemente con una mano de dedos pequeños. Lo que sucedió fue breve.
- Hijo – le habló – Tan ingrato, hace tanto tiempo que tienes olvidada a tu madre.
                Lo que hizo fue mirarla. Vio que en los ojos pequeños lo que había era el fulgor de la demencia.
- Señora, yo no soy hijo suyo. Me está confundiendo – atinó a decir, remecido en su sed, sintiendo un leve mareo.
- Está bien – dijo, soltándole el brazo – si todavía no quieres saber nada de mi, lo entiendo. Me quedan años para esperar que algún día me perdones.
                 Le llamó la atención que a pesar del extravío, había cierta sensatez en las palabras que usó. La mujer le clavó los ojos, que parecieron mirar al horizonte, y emitió una especie de suspiro. Se alejó con lentitud, empujando un carro con apenas dos o tres paquetes.
                Quiso salir de ahí. Fue hasta una de las cajas, en dirección opuesta a la que había seguido la anciana.
                Ya en la calle, vio que llovía a ráfagas sobre el pavimento. Se puso a caminar bebiendo el agua mineral, dejando que la tormenta lo mojara. Los relámpagos se multiplicaban en el cristal de los edificios, un trueno acababa de reventar. En su brazo permanecía la pulsión de esos dedos. En sus oídos la voz de Sánchez Meza quedaba, como vibración de cuerda de guitarra. Pensó en la noche anterior, en la semana que venía. Imaginó a la anciana caminando por la vereda. Entonces no pudo evitar que un escalofrío le subiera por la espalda. Pensó en su circunstancia, en sus amigos, y no pudo, tampoco, evitar sonreír. Sonrió hasta que la sonrisa se transformó en carcajada, hasta que una carcajada siguió a la otra, hasta que se atoró con el agua mineral que salió expulsada de su boca confundiéndose con la lluvia.
Quiso volver al supermercado por una botella de algo que celebrara el impulso, pero se dijo que no, que no era aconsejable esperar a la mujer del teléfono con más de un trago en la cabeza.

viernes, 10 de diciembre de 2010

VACACIONES DE INVIERNO

Era difícil. Imaginaba la sangre fluyendome con lentitud, como contaminada por sustancias que la hacían densa. Era al despertar el momento en que mi cuerpo experimentaba la mayor dificultad, un letargo cercano al mareo, que me exigía sacar una fuerza ausente. Había que llegar puntual a clases, había que darse una ducha para despejar cuerpo y alma, y había que salir con un buen desayuno en el estómago. Yo salía de la cama apenas diez minutos antes de partir a tomar la micro, con lagañas y costuras de almohada marcadas en la mejilla. Al regresar almorzaba y casi siempre me sumía en siestas que se prolongaban hasta las siete u ocho de la tarde, luego no dormía hasta avanzada la noche, leyendo cualquier cosa o simplemente con los ojos abiertos. En más de una ocasión pensé que era el cigarro, la nicotina lo que me quitaba energía; estaba en lo cierto, pero de ahí a dejar de fumar había mucho trecho, lo mismo que con respecto a mejorar las notas, y en cierto modo, a mejorarlo todo. Casi no tenía amigos, los que podían llamarse amigos eran muy pocos, tenían más edad, y dado el caso, podían prescindir de mi. Ese año, cuando mi familia se fue de vacaciones de invierno, resultó evidente que no me aprovecharía de su ausencia para hacer fiesta, lo que no dejó de provocarme desazón al despedirlos, más bien se deshicieron en indicaciones de tipo doméstico. Y claro, se iban a un lugar en el campo donde no llegaba señal telefónica, donde los asediaría la preocupación de que se me olvidara cortar el gas o cerrar la puerta con llave.
Era 1999, la primera vez que me quedaba solo.
La imagen que tengo de esos días puede resumirse en el momento que le abrí la puerta a Joaquín. Llovía fuerte, a chuzos diagonales por el viento. El sol podía adivinarse encima de las nubes. La luz que se filtraba caía sobre la vereda. Aunque habrá durado fracción de segundo el instante en que miré hacia la calle, se quedó nítido. Porque los últimos tres días yo casi no asomaba, me hallaba prácticamente prófugo cada vez que llamaban a la puerta, o porque el encuentro con Joaquín fue como debía ser. Fue casi a mitad de las vacaciones. Se me había hecho insoportable estar sin nadie alrededor, fumaba más de lo habitual, tomando café tras café, tratando de leer pero sin conseguirlo. La casa se había poblado de matices incongruentes, transformado en un lugar poco confortable no por lo excesivo del desorden, sino porque un aire rancio llenaba el ambiente, mezcla de humo, respiración y humedad. El signo mas visible era el polvo, que se había depositado en los adornos y las hojas de las plantas provocándome esa sensación de no querer impregnarme los dedos, de moverme en puntillas; la misma sensación en que pensé cuando alguien, o sea Joaquín, golpeó la puerta. Era cerca de la una de la tarde, estaba acostado y dudé, por miedo o pereza, si abrir y dejar que el que golpeaba viera la la casa, que oliera. Fui de un tirón a mirar por el ojo mágico ,y tal como supuse, era él, que tenía puesta la parka verde que años después terminaría en mis manos.
No bien abrí le ofrecí un café, frotándome las palmas, aludiendo al frío; gesto para justificar que lo único que me abrigaba a esa hora era el pijama y que, recién ahora, venía a dar señales. No le hizo gracia, me acuerdo que se limitó a enviarme una mirada de desprecio al tiempo que sacudía el paraguas, sin evitar que algunas gotas me salpicaran; en lugar de contestar si quería café o no, me lanzó lo que tenía que decir, que Julio había optado por despedirme de la confitería, y que me mandaba a decir que si me atrevía, fuera a buscar la plata por los días trabajados.
Julio era el mayor, y probablemente el más admirado entre todos. Nadie hubiera esperado que iba a terminar durmiendo bajo un puente, que moriría de frío el año 2010. Era más bien bajo de estatura, pero de conformación atlética. Pocos días atrás había terminado de partirse las manos clavando cada clavo e instalando cada repisa con esmero, para inaugurar la confitería con que soñaba hacía tiempo; quedaba en una esquina no muy lejos de mi casa y se llamaba “La delicia de Macul” Mientras estuvo de carpintero, yo aproveché para ir y conversar un rato entre las tablas, varias veces me quedé toda la tarde buscando, en el fondo, respirar un poco de la chispa. No tardé en incorporarme al trabajo haciendo esto o lo otro, y al final, cuando la confitería estuvo a punto, sin duda fue eso, mis ganas, lo que le dio pie para pensar que no sería mala idea trabajar juntos. Al principio casi rechazo la oferta porque sus palabras fueron como de tómalo o déjalo. Era el tono que usaba. Al cabo de nada nos vimos barajando la posibilidad de que no fuera al campo con mi familia (la inauguración coincidía con el inicio de las vacaciones) y así aprovechar esas dos semanas el día completo. “Cuando entres a clase trabajas medio día, siempre que no tengas que estudiar...podemos ahorrar, y quien sabe, montamos una sucursal cuando termines el colegio, lo que no quita que vayas a la universidad”
No me olvido del nudo que se me hizo en el pecho cuando oí lo del despido. Ahí me quedé en la puerta, ostentando una mirada somnolienta. Lo que ocurría era que a los pocos días de la puesta en marcha, un anciana, una pobre anciana, había puesto el grito en el cielo tratándome de ladrón delante de la clientela, porque en lugar de un cuarto de bombones, le envolví un octavo. La cara rechoncha, de los ojos glaucos. Tampoco me olvido del momento en que, tras mirar por el ojo mágico, le abrí la puerta a Joaquín con un movimiento rápido. Estuve ante la disyuntiva entre abrir o evitar lo que, dado el caso, no podría seguir evitando. Esos días me había mantenido quieto, sin encender las luces, con el teléfono desenchufado, casi sin respirar cada vez que Julio o Joaquín hacían la ronda en horas de la tarde, expectantes por lo que podría pasarme. Joaquín no habrá sentido menos que curiosidad al ver que por fin daba señales. Por consiguiente, tuvo la certeza de querer aplicarme una mordacidad: una vez que cerré la puerta, con gesto casual se mira los zapatos embarrados, mal sacudidos a propósito. Lo que me dijo fue: “a ver si haces algo, encerar el piso, fregar cubierta” Lo dijo mirándome fijo. Luego el encuentro no se prolongaría por mucho. Lo miro extrañado, mi primera reacción para contrarrestar su envestida consiste en hacer como si eso de fregar cubierta no fuera sino otra extravagancia suya. No tengo, siquiera, el impulso de pedirle que se sacuda mejor.
Bueno – le digo – quieres café, si o no.
He comprendido en el acto a qué se refiere. El último tiempo corren días intensos para él. En ocasiones la inquietud lo desborda; lo he oído metaforizar imaginando a las personas como en un barco, donde algunos son marineros y otros, los menos, capitanes; los alejados de toda perfección, son los friega cubierta. La connotación de lejanía alta marina lo seduce (Julio es capitán, la confitería el buque) En lo que duraba el acondicionamiento de la confitería, Joaquín no había perdido oportunidad de pronunciar su frase: “El que no hace las cosas bien, es un friega cubierta.” Es su primer año de universidad, y no hace muchas semanas ha iniciado una relación que amenaza dejarle cicatrices.
Si – dice – prepárate un café
Se saca la parka, la lanza sobre el sillón; va hasta la mesa del comedor, dejando tras de si las pisadas de barro.
Mitad agua fría, mitad agua caliente – ordena.
Desde la cocina lo oigo abrir la ventana con pericia, es el clic del seguro y el deslizarse del vidrio, un movimiento recto, preciso. Murmura algo acerca del encierro, con la intención de que lo oiga. No me animo a preguntarle cuántas cucharadas de café quiere, ni cuántas de azúcar. Pienso que tampoco me voy a animar a contarle a mi familia que fui despedido. Eso me provoca un sobre salto. Aunque había pensado en la posibilidad, hasta que no fuera un hecho consumado, existía un margen de suspenso. Ahora que ya no trabajo donde en teoría me superaría a mi mismo, argumento con que pude quedarme en Santiago, las consecuencias se vienen a toda velocidad: Gabriela, de nueve años, participara sabiendo que su hermano mayor no es tal para decirle nada en serio; padre y madre no podrán evitar una soterrada tristeza.
Traigo los cafés. Veo que Joaquín tiene un cigarro sin prender colgándole de la boca. -Quieres que tire la ceniza al piso – me dice al ver que me siento.
-Ya – digo, y me levanto para traer un cenicero. Me da las gracias, pero suena como si dijera, vaya, despertaste.
Luego el silencio es lo que se instala. No alcanzo a darme cuenta de en qué segundo levanta la cajetilla y me la lanza a las manos.
- Saca uno – dice. La cajetilla me golpea el antebrazo. Giro la cabeza y veo que exhala el humo, mirando hacia la ventana, entornando los ojos, como si mirara al horizonte. Me digo que debo iniciar la conversación, al menos. Pero se adelanta
– Y bueno, qué te habías hecho? - Lo miro y sé qué viene a continuación – Nos tenías preocupados...no respondías el teléfono, no abrías la puerta. Con lo atormentado que eres, pensamos que podías estar colgado de la ducha...o algo así.
- Me lo imagino – es lo único que digo. 
- Con decirte que anoche, después de cerrar, Julio hizo la ronda hasta las dos de la mañana, pero nada, oscuridad total...-
- Cuántas veces vinieron, pregunto.
- Unas cinco, creo.
- Debo haber estado durmiendo, el teléfono lo desenchufe...
    El silencio vuelve a la carga. Enciendo el cigarro y tomo un primer sorbo de la taza. Tengo el impulso de hablar de la lluvia, de lo duro que es el invierno, pero temo resultar abrupto. Me sucede que no encuentro palabras posibles. Bastaría con una bien puesta para que las otras vengan solas. Pero no. Tengo la sensación de que más bien se trata de actos concretos y visibles, y no de palabras. Si se trata de asuntos concretos, como el despido, me pregunto cuál es la razón por la que no puedo hablar con claridad sobre la forma en que me he sentido estos días. Concluyo que me veo, y me siento, como un montón de cables enredados. Si consiguiera dar al menos un fogonazo que insinúe lo que me pasa, bastaría para aliviar la sensación opresiva con la que he venido conviviendo.
Joaquín está hecho de otra materia, pienso. Cierta vez caminábamos de regreso de una fiesta de cumpleaños. Tarde no era, pero la calle estaba vacía. Subíamos desde Macul por la avenida Quilín en dirección a la cordillera. Desde ahí hasta el siguiente semáforo hay casi un kilómetro y medio, una recta que permite ver si hay otras personas en la vereda con bastante anticipación. Muchas veces había hecho ese recorrido en la noche, solo, sin que sucediera nada. Cuando doblamos la esquina, todo estaba normal. Hablábamos de un video clip de Megadeth que había visto hacía poco en MTV. Le decía a Joaquín que me parecía bien hecho, que tenía coherencia. Y que eso me había sorprendido. Él no ponía atención, venía borracho, con hambre y con sueño. Era en Mayo. Hacía frío pero no tanto. Al hablar salía vapor. En ese momento un escalofrío me subió por la espalda, lo que suele llamarse intuición. Intuición pura y dura.
- Joaquín - le digo – Mejor vamos por Los Plátanos, o esperemos un taxi.
- Por Los Plátanos de seguro llegamos en pelotas, y un taxi, no voy a tomar un taxi por tan poco.
No pude convencerlo, ni yo prestaba verdadera atención cuando me ocurrían los escalofríos. Enfilamos calle arriba, en completo silencio. No mucho más allá, de una de las calles, aparecieron tres tipos caminando separados entres si, hacia nosotros. Eran jóvenes, con ropa deportiva. Uno de ellos vino hacia mi. Los otros dos se fueron encima de Joaqíin. El corazón comenzó a salírseme por la boca, pensé en correr, o en ponerme a pelear hasta la última consecuencia. Pero el otro era mas corpulento y sin duda estaba habituado a lo que hacía. Me ordenó con insultos que le entregara todo, que si no me mataba ahí mismo. Ya tenía el reloj casi desabrochado. No me había dado cuenta, pero Joaquín tenía a uno del cuello, no le daba tegua, estaba golpeándolo con tal brutalidad que lo estaba matando. Pues no se movía. El otro que había ido por Joaquín intentaba detenerlo con golpes en la espalda, con patadas y puñetazos en la cabeza. Joaquín era como si no los recibiera. Hasta que lo soltó, lo dejó caer. En el suelo, comenzó a contraerse, a convulsionarse. Pero a Joaquín todavía le quedaba carga.
-Ahora voy a seguir con vos, flaite culiao, le dijo al que en una distracción miraba al caído. Le dio una patada en la cara, que crujió como la cáscara de un huevo. El que había venido por mi sacó un tubo de metal de unos treinta centímetros, con el que pensé intentaría golpearme, pero Joaquín me grito que corriera, rápido. Le hice caso. No mucho más allá oí la detonación. Era una escopeta hechiza. La lluvia de perdigones no me alcanzó. Al darme la vuelta, vi como dos de ellos arrastraban al que Joaquín casi había matado, en dirección contraria a la que habían aparecido. Esperé a que me alcanzara y ya cerca, vi que tenía un ojo oculto entre la carne hinchada, el labio igual de dañado. La ropa desordenada, jadeaba y cojeaba.
- Levántate la camisa – me ordeno
-Pero si no tengo nada, vámonos antes de que vuelvan y nos disparen.
-Levántate la camisa! - Gritó.- no sirve de mucho irnos si mas allá vai a caer muerto
        Me la levante y tras constatar que no había punzadas ni rastro de sangre, nos pusimos a caminar lo más rápido posible, en silencio. Frente a la puerta de mi casa le dije, Joaquín, si nos hubiéramos ido por Los Plátanos...pero me miró enardecido y me dijo que mis premoniciones (esa palabra uso) valían hongo, que al fin y al cabo estábamos vivos y que nuestras vidas no sufrirían gran trastorno. La verdadera premonición, me dijo, es cuando te alcanzas a dar cuenta de algo crucial aunque no sepas que lo es, y puedes ayudarte a tiempo. Eso son palabras mayores, y no simples sustitos. Si empiezas a hacer caso de cada cosquilleo, mejor te encierras y esperas la muerte en tu casa. Le dije que OK, le agradecí por salvarme del escopetazo, y me despedí, diciéndole que se fuera con cuidado. Me miró con cara de haber hablado en chino.
       La materia de la que creía estar hecho yo, era una materia contemplativa, lenta, reposada, pero agitada a cierto nivel subterráneo. Pensaba que era ese magma lo que me producía las contradicciones entre lo que podía decir sobre la forma en que me sentía, y lo que en verdad pasaba: mi silencio frente a Joaquín, en mi propia casa.
- A tu café le falta azúcar, para variar
-Espérame, te traigo el azucarero – le digo
-Deja, ya me voy. Vine porque quería comprobar si estabas vivo.
         Se puso de pie, se tomó de un sorbo lo que quedaba en la taza y camino hasta la puerta. Miró al rededor, me miró a mí.
- No se cómo aguantas esto...ni como soportas la mirada de las personas, no creerás que te ves así solo porque estás aquí en tu casa. O que pueden verlo apenas quienes te conocen mejor...ya sabes, es algo que chorrea, que se filtra y que no hay modo de ocultarlo...
- Ya lo se – digo – el modo es cambiarlo, no ocultarlo...
         Me quedo mirando por la ventana abierta. Un olor de tierra mojada puedo percibir. Tengo la sensación de que la visita de Joaquín casi fue parte de un sueño. En realidad miro al rededor y lo estático de todo me hace pensar que nada ha sucedido en el plano de los objetos. Pienso en la geología de la tierra, en las piedras. En el Paso del Retorno, el poema de Huidobro que tuve que leer en voz alta para la clase de castellano. Me pregunto si las plantas y los adornos se hacen señas furtivas, si sienten una ternura que les ensancha el alma. Sin embargo yo no vengo de vuelta. Es el tema ineludible. Las posibilidades, la vida en la palma de la mano, el no se sabe. La universidad, el futuro.
   No muchos años después. En una ciudad de 30 millones de habitantes, donde las cosas suenan en otra lengua, volveré a verme ante un cierto huir forzoso. Pero esta vez será un tren de consecuencias concretas. Instaladas en la puerta del edificio donde vivo. Lejos de alguien que venga y me salve a patadas. Hará un calor infernal. Y no será un sueño.

domingo, 10 de octubre de 2010

HOSPITAL

Su nombre era Julio Cáceres. Estaba por completar el mes de hospitalización a causa de un cáncer ramificado hasta la médula, y era amigo mío. La madrugada que me comunicaron su deceso, segundos antes de que sonara el teléfono, me había despertado de una pesadilla de esas que tienen la facultad de mostrarnos cuan aterradoras pueden llegar a ser ciertas cosas. Al levantar el auricular y oír la voz rarificada de ella, su esposa, me dije que no podía ser casual el hecho de despertar con aquella exactitud. El chillido del aparato me resultó gratificante en medio de la oscuridad, en medio de la sensación que me angustiaba. Al otro lado de la línea, antes de oír cualquier ilación de palabras, el balbuceo de Tamara, envuelto por el eco de un altavoz, me hizo advertir lo que sucedía, que la llamada provenía de la clínica donde se hospitalizaba Julio.
- Estoy sola como una perra, Julio murió, la doctora me dio un calmante, y no puedo llorar.
Hacía ya varios días que esperaba la noticia, y sabía que mi reacción debía ser lo mas serena posible, apelando quizá al estado de ánimo que me tocara al momento de tomar conocimiento. Así que opté por una cierta honestidad y le dije a Tamara, o mejor dicho le sugerí, lo curioso del hecho, considerando que acababa de despertar de una pesadilla. No se me ocurrió nada distinto.
Tras hablar los minutos permitidos por el teléfono de la clínica, acordamos reunirnos.
Pensé en tomar una ducha, pero a esas horas me resultó inconcebible. Tuve la idea de hacer algo en honor a mi amigo, sin embargo no hubo algo que estuviera a la altura. ¿poner un cassette?, ¿leer uno de sus poemas favoritos? Sería mejor dejarlo para otro momento.
Afuera el aire de la noche anunciaba un día caluroso. Los pájaros comenzaban el gorjeo que Julio detestaba. De pronto recordé una madrugada similar de hacía diez años, en la cual estando Julio, yo y Tamara regresando de una fiesta, nos enteramos por casualidad de la muerte de Don Julio, su padre. Tamara había sentido de pronto unas incontenibles ganas de orinar, y dado que la casa paterna de Julio no nos desviaba tanto de nuestro destino, torcí el volante. Al llegar nos abre su madre, con el desconsuelo colgándole por los ojos.
- Tu papá murió, se fue – son las palabras que recuerdo.
Quién diría que diez años después, en una casi idéntica madrugada de Octubre, el hijo encontraría también la muerte.
Lo cierto es que conduje por las calles desiertas hasta la clínica, con la radio a todo volumen y las ventanas abiertas, fumando. Julio hubiera hecho algo parecido si se tratara de mi muerte.
Lo que sin duda él jamás hubiese esperado, es a Tamara sentada junto a las pesadas puertas de la morgue, mirando al techo, y cargando (enchufado a la pared) el teléfono celular que hasta hacía poco usaba para comunicarse con el resto del mundo. Ni yo me lo esperaba. El asombro, la extrañeza que se apoderó de mi fue aún mayor que la propia muerte de mi amigo. Tamara, según la vi, estaba completamente extraviada, como una loca en el pasillo de un manicomio.
- ¿por qué lo estás cargando? – le pregunté, antes de cualquier saludo, intuyendo que algo no encajaba.
- porque voy a ponerlo en su ataúd. – dijo, todavía con la vista en algún punto del cielo raso.
Puede parecer extraño de mi parte, pero lo que se me vino a la cabeza al oír lo que decía, fue nuestra relación. Temí que también muriera. Creo que en ese momento comencé de veras a asimilar la muerte de Julio.
Me senté a su lado y le pregunté si ya había dado aviso a la familia, pero no respondió. A cambio se arrimó a mi hombro y suspiró hondamente. Pude sentir un aliento a medicina, quizá debido al calmante suministrado por la doctora. Sentí una delicada ternura, cosa extraña pues la relación nuestra se había basado siempre en algo distinto, es decir, puede resultar más o menos previsible el advenimiento de algo así, pero lo que sentí me tomó por sorpresa, fue algo de una naturaleza que no formaba parte de mi repertorio emocional, no al menos en lo referente a Tamara. Lo que quedaba por hacer era esperar a que llegaran los de la funeraria con los preparativos de rigor. Y, por supuesto, dar aviso a la madre y los hermanos de Julio. Mientras, el silencio se me hacía incómodo. Tamara respiraba junto a mí, y la luz artificial del subterráneo venía a redondear la atmósfera. Iban y venían los funcionarios del establecimiento. Otro cadáver fue ingresado, seguido de una comitiva de hijos y esposa que no terminaban de convencerse de que aquello era su padre. Fue ese el momento en que Tamara pudo llorar, cuando la camilla era separada de los deudos. A través de una pequeña ventana frente a nosotros, de esas que solo permiten mirar a nivel del pavimento, vi que comenzaba a hacerse de día. Pensé en la difícil jornada que nos esperaba, y también me dije que este era el primer día en que Julio ya no estaría más. Ella pareció leerme el pensamiento:
- Ayer, a esta hora, todavía estaba vivo. Con la enfermera le cambiábamos las sondas.- dijo, terminando de sollozar.
Otra vez sentí esa especie de ternura, se me cruzó la idea de efectivamente intentar una relación sostenida con ella. Julio era cadáver a escasos metros de nosotros, jamás se había enterado de los furtivos encuentros y hoy, sin que siquiera haya pasado una hora de su deceso, Tamara y yo estábamos abrazados, contraviniendo lo que cualquiera que nos conocía sería capaz de imaginar. Porque siempre habíamos sido astutos a la hora de relacionarnos frente a los demás. Nadie podía imaginar que yo sería la primera persona a la que llamaría, ni que podría yo estarla sosteniendo junto a las puertas de la morgue.
- Voy a estar contigo – atiné a decir – No me importa lo que piensen, créeme.
Tamara se salió levemente de donde la tenía para mirarme a la cara. Tras lo que interpreté como un gesto de extrañeza, me dio las gracias. Solo eso. Continuó el silencio. Continuó ella recostada sobre mi hombro. Afuera se advertía un cielo esperanzadoramente azul, completamente distinto de lo que parecía ocurrir en aquel subterráneo. La amenaza consistía, por sobre la posibilidad de que alguien nos viera, en que todo se quedara detenido en ese momento. Algo difícil de explicar, pero de pronto me dije que de cualquier forma en que se desarrollara nuestra relación de ahora en adelante, quedaría el sello, la atmósfera de morgue rondándonos. Quedaría Julio con su muerte a cuestas. Era algo que comenzaba a importarme.
- Hay que avisar a su madre – dije, cortando el silencio.
- No, porque ya lo hice.
- Y por qué no me lo dijiste
- Te lo dije...por teléfono.
Yo estaba seguro de que no lo había hecho, sin embargo no insistí. Me quedé esperando. No sé bien qué, pero ahí permanecí, casi queriendo que se presentara la familia de Julio y vieran la escena, a Tamara y a mí juntos. Nunca había sentido arrebatos de esa clase. Jamás me hice siquiera el planteamiento de que lo nuestro podía ir más allá de unas cuantas horas gozosas al mes, y ahora comenzaba a desatarse en mí una especie de proyección, una especie de instinto protector con una mujer que, objetivamente, era capaz de hacer retroceder al más osado de los amantes. La nueva disposición que nos esperaba parecía anunciarse por si sola, de un modo casi independiente a ella y a mi. No sabría decir como operaba esto en lo que respecta Tamara, pero sucedía.
- Ya – dijo, recobrando algo de normalidad en las palabras – mi suegra está por llegar.
Acto seguido se zafó de mi abrazo y extrajo uno de esos espejos que traen incorporado polvos para la cara. Esta vez, con el espejo frente a ella, concentrada en su imagen, la vi en su totalidad. La vi desde la perspectiva en que siempre quise verla, y desde la cual nunca supe que quería. Algo así como observarla sin que ella lo supiera, en el íntimo pero cotidiano quehacer. Lo claro, al menos en cuanto a la sensación, fue que ella me ignoró, ignoró todo a su alrededor mientras duró el instante en que deslizaba el lápiz labial, sobrepasando nerviosamente la comisura de los labios. El temblor de sus dedos no era un temblor producto de la situación, sino algo que venía desde lejos, de lo lejos que se fue ella en ese instante. Probablemente esta observación, por sí sola, no tenga gran relevancia. De hecho para mi mismo no la tuvo en su completa dimensión, no hasta que con el paso de los días, detalles como este, o el del teléfono celular de Julio en el ataúd, resultaron ser algunos de los primeros indicios de que un trastorno se desarrollaba dentro de su cabeza. Al verla con aquel espejo, ahora que lo pienso, era la imagen de una niña la que estaba junto a mí, una niña que juega con lo que pudo encontrar en la cartera de la madre.
Por el pasillo, desde una especie de oficina pequeña, llegaba hasta nosotros el sonido de una radio. Eran las noticias matinales que daban cuenta del acontecer actual. La voz que relataba era una voz que no supe reconocer, pero que tenía la jovialidad exacta para esa hora del día. No pude evitar sentir una especie de escalofrío al hacer patente que todo proseguía su curso natural, y que desde luego nadie, en ningún medio, referiría la muerte de Julio.
Guardó con rapidez el espejo. Lo puso en su cartera con una destreza que me sorprendió. Fue un movimiento fugaz, como si se tratara de algún artículo que robaba desde el estante de una tienda. Nos quedamos, o mejor dicho continuamos con el silencio. Un silencio que adquiría la consistencia de lo insípido, que cada vez significaba menos dada la circunstancia. No fue mucho mas tarde que me pidió que me fuera.
- Te voy a pedir que por favor te vayas. No quisiera que nos vean juntos hoy.
Al oírla me quedé mudo. La que había hablado no era ella, ni era ese el modo habitual que usaba para decir nada. Parecía que no era yo al que le hablaba, hasta la voz le sonó distinta. Que se comportara así no se debía al calmante que la doctora le había dado, estaba claro. Me dije que a veces sucede, que temporalmente, en algunas personas, sobrevienen estados particulares de la percepción cuyo propósito es proteger la integridad emocional. Lo pensé, pero no llegué a convencerme del todo. No me quedó más que ponerme de pie y aceptar que tendría que dejarla ahí, peligrosamente sola, junto al teléfono conectado al enchufe. Ya desde ahí tomaba forma la idea de que ella no era totalmente conciente de la realidad. De algún modo tuve la sensación de que debía quedarme cerca, por cualquier cosa. Pero no, decidí que no me quedaría en un rincón, observando a escondidas el espectáculo.
Antes de dar la media vuelta y caminar por el pasillo, le pedí que me avisara la hora del sepelio, a lo que asintió con una leve inclinación de la frente. No hubo un gesto, no hubo algo que evidenciara lo que sucedía. Si hubiésemos estado en un Mc Donalds, por ponerlo así, la despedida habría parecido lo suficientemente trivial.
Una vez que estuve en el hall de entrada de la clínica, no quise ir hasta el estacionamiento y meterme al auto, sino que me pareció mejor caminar. A esa hora el tráfico con toda seguridad sería un caos. Ya en el exterior, parado entre el gentío que se desplazaba, registrando en los oídos todos los insanos decídeles de una avenida saturada, me dije que al fin y al cabo este tipo de cosas suceden con mayor frecuencia de la que a veces se está dispuesto a reconocer. Julio estaba irremediablemente muerto, y Tamara se estaba yendo con él. Me dije que ahora si que me había quedado solo.