lunes, 10 de enero de 2011

LENTES OSCUROS DE NOCHE

Desisto de atravesar. Camino, alejándome del montón de personas que han acudido hasta el cadáver. Si miro mi reloj, con seguridad encontraré que ya debiera estar a bordo del más veloz de los taxis. Me digo que si ese hombre ha sido capaz de lanzarse contra el auto y perder la propia vida, no sería tan grave perder el propio trabajo. La verdad es que necesito caminar. Olvidarme de la pantalla, de los datos, del correo electrónico. Soy presa de cierta conmoción, pero desde mucho antes de ver el cuerpo volar como muñeco de trapo. Por afuera soy un peatón más, un poco gris, un poco encendido en la mirada. Deambulo. A determinada hora me detengo frente a una panadería y entro, compro media docena de unos pastelillos cuyo nombre no leí en la vitrina. Al pagar extiendo las monedas sobre el mostrador, una a una, sin mirarlas. Mi vista la clavo en la vendedora, o mejor dicho en los ojos de la vendedora, que recibe el gesto con una sonrisa que puede ser la sonrisa que resume la mañana entera. Al salir me siento en uno de los bancos de una plaza pequeña en la que no hay nadie. Los pastelillos me parecen todo lo deliciosos que tal vez son. Me reclino, apoyo la espalda en lo duro de la madera, fumo, creo, el cuarto o quinto cigarro. Tengo la sensación de que en la cara todavía está la marca de las costuras de la almohada. Me digo que debí comprar también una lata de Coca cola o un cartón de leche. Pero el sol cae todavía suave y es reconfortante recibirlo abierto, lento. Tengo tiempo, si quiero, para levantarme y cruzar hasta la panadería y clavarle los ojos otra vez a la vendedora. Fantaseo, quizá por una Coca cola conozca a la mujer de mis sueños, o visto de otro modo, quizá termine a medio día en un motel, jadeando sobre la espalda de ella. Tengo una erección. Imagino el invisible vapor saliendo de entre esas piernas. Siento la textura de su cuello entre mis dientes, o la curvatura de esos hombros entre mis dos manos, o la contundencia de su culo contra mi abdomen.
Viene, avanza frente a mí un hombre mayor con una gruesa manguera verde entre las manos. Es el cuidador, el regador de las plantas de la plaza. Se mueve a paso lento, con la cabeza un poco hundida entre los hombros. Al poco rato conecta la punta de la manguera a una llave que permanecía oculta o que apareció de entre la tierra al verlo venir. Se pone a regar, esparciendo un abanico de agua sobre el césped. Parece tranquilo. No contento, sino tranquilo. Observo el silencio del hombre, pienso que probablemente en este momento sostenga un cierto diálogo con los arbustos. Lo veo ahí, de pie, con una mano en el bolsillo y la otra sujetando la manguera. Presiento que años atrás pudo ser el más despiadado hijo de puta, pero que ahora riega un césped que de algún modo le pertenece. Los rasgos de esa cara acentuados por la edad me hacen intuir a un anterior maldito que ahora se dedica a su labor sin contradicción. Un CNI que no fue a la justicia. Es inevitable no pensar en el hombre que se lanzó contra el vehículo. Rememoro lo visto y caigo en la cuenta de un detalle que pasa desapercibido en el momento, pero que a su modo oblicuo aporta la cuota de espanto. Es en el instante en que cae en el pavimento, antes de que el temblor lo extinga. Hay un segundo, breve, en que las manos del hombre palmotean el espacio de aire frente a su cara, como si sus ojos vieran venir algo repentino. Es un reflejo como el reflejo que cualquier ser vivo tendría frente a algo que de pronto se cierne ante la nariz. Pero que en este caso es nada, un mucílago extendido hasta la retina producto del golpe. El movimiento de las manos me hace pensar en la indefenciòn de un lactante. Evito creer que se trate de otra cosa.
La erección queda trasmutada hacia otro ámbito. El sol ahora podría decirse que comienza a golpear. Continúo reclinado en mi banca de madera que también es verde, como la manguera del hombre que riega sin saber lo que sucedió con el otro hombre, cuyo despojo ahora debe estar siendo removido por algún funcionario del Instituto Médico Legal. El sol me da en la cara, en el pecho, y también sobre los pantalones que esconden los rastros de mi fantasía con la vendedora.
- Perdón, don Andrés, pero no puedo enviar las planillas a contabilidad sin la última información que tiene Damián. Él todavía no llega y ya me llamaron dos veces, para cerrar el mes.
Damián soy yo. Quien se dirige a don Andrés es Paula, secretaria, compañera de trabajo, que probablemente quiso bajar el perfil de mi tardanza pero que, dadas las llamadas desde la oficina de contabilidad, no tuvo otra opción que hablarlo con nuestro superior. Quiero creer, como siempre, en la buena fe, en que las llamadas no fueron dos, sino cinco o seis. En que si se dirije a él, es porque ya no queda otra. Todavía siento el olor de la tierra mojada de la plaza, y en la boca el sabor de los pastelillos persiste. Veo las baldosas que recubren el suelo de los pasillos. Estoy ya en el lugar en que debiera estar. En el edificio de la compañía se respira aire de celebración, es el aniversario número no se cuánto, con metas sobrepasadas y todo. Es viernes, día nocturno, día final. Por la tarde, y por la noche incluso, la fiesta se viene. Entro en el ascensor que por fortuna está vacío. Claro, me digo, si a esta hora ya nadie llega. La idea me queda entre dientes con un resabio de lógica formal: yo soy nadie. Contra lo usual, presiono el botón que corresponde al último piso, donde está el casino, en donde tampoco hay nadie cuando las puertas se abren. Avanzo entre las sillas, las mesas vacías. En el otro extremo están los ventanales. Tras ellos y toda su metálica estructura, advierto el rumor de la cocina, de los vapores, de las verduras en proceso cocción para el almuerzo. Puedo olerlo. Puedo sentir la humedad que todavía permanece en algunas de las cabezas de las cocineras que hoy temprano se han lavado el pelo con shampoo de sobre. Me siento en una de las sillas frente a los otros ventanales, que separan las baldosas y el vacío. En lugar del césped esta vez tengo el paisaje de la ciudad a mis pies. Miro en cierta dirección. Allá, en una plaza tras un conjunto de edificios blancos, podría decirse que todavía estoy, sentado en una banca verde de madera. Una sensación de aire, de expeditas partículas que avanzan por mis bronquios me hace esbozar, supongo, una sonrisa. Si me viera a mi mismo quizá advertiría que en los ojos se reflejan con somnolencia todos los matices claros del panorama en frente mío, como si mirara el horizonte una tarde junto al mar.
Extraigo un cigarrillo. Veo que es el último. Lo pongo en mi boca, pero continúo mirando la ciudad. Hago el gesto de buscar el encendedor, palpando con la mano sobre el bolsillo donde creo que lo puse.
- No se puede fumar aquí, huevón .
Una sonrisa de dientes blancos y parejos es lo que resalta cuando doy vuelta la cabeza. Vestido con una camisa sin cuello, una camisa negra deslavada, con rayas circulares grises. Lo veo sentado, apoyando un codo sobre la mesa. Tiene los ojos levemente entornados. Es una sonrisa lo que acaba de desaparecer de su cara; el rastro permanece, haciéndome pensar que me observaba desde hacía un rato, que está a punto de darme un par de palmadas fraternales en la espalda. Parece radiante.
- Tu sabes, aquí no se puede, está prohibido.
Pero extrae un encendedor y me acerca la llama. El gesto contiene todas las veces, las cientos de veces que durante una noche larga nos hemos sentado a una mesa a hablar, a poner en claro ciertas cosas, a ajustar cuentas que de no ser por la hora habrían quedado saldadas sin remedio. Sonriendo, expulso el humo en su cara, le digo que si, que es cierto, que fumar está prohibido aquí en el casino de la compañía. Es el juego, la mofa, el Rock. La patada enérgica pero sutil que manda ciertas cosas a la mierda. La luz del sol cae con revoloteo de palomas sobre los cristales del edificio que está justo en frente, que se yergue como prueba de la realidad, pero que es mas bajo, unos cuatro pisos menos, lo que facilita el atisbo en profundidad, casi hasta llegar al extremo sur de la ciudad, donde estamos: yo fumando y él recostado de espaldas sobre el césped, recibiendo los rayos del sol. Es una mañana de hace meses, después de una noche negra, vertiginosa, inundada de cocaína y esquinas desde las que pude ver a Sofía en compañía de otro que no fui yo. Es la mañana de una noche de comprobación fatal, con el corazón golpeando en todos los sentidos. Él lleva puesta la misma camisa negra deslavada, pero yo no llevo ni mi corbata ni mi traje de ahora.
- Olvídala – me dice bajo el sol, como si la luz fuera una llovizna que ensucia el sonido de la voz y del gesto – ella…ella va a pasar, se va a esfumar…mil mujeres van a venir…todo puede cambiar…tu sabes, esta no es la última oportunidad de nada.
El cielo azul se refleja en el vidrio de los lentes oscuros que tiene puestos, pero el reflejo debería ser todo lo gris del planeta. Al oírlo, una puerta se me abre en las neuronas, es la puerta que ni la cocaína ni el alcohol, ni la velocidad al volante tras ella lograron abrir durante la noche. El calambre se disipa en el pecho. Propongo celebrar con otra botella de ron. Arranco un manojo del césped, se lo lanzo a la cara, agito la botella de agua mineral que intentamos beber, y se la destapo también en la cara.
- Tienes razón, razón, razón, huevón hijo de perra – le grito, preso de la exaltación.
Se incorpora, secándose la frente con la manga de la camisa. Se sonríe, se quita los lentes oscuros, para luego secarlos. Pronto estamos camino al supermercado más próximo. Yo al volante.
- Debiste decírmelo antes, huevón – le digo mientras paso un cambio. La exaltación, la negra exaltación, me hace pisar el acelerador, me hace aferrar el volante con la misma fuerza con que por dentro voy aferrando esas palabras de las que ni él es muy conciente. Palabras con trazas de varita mágica, de varita trágica. La certeza de la liberación aporta una confianza traicionera. Luego surge el disco pare que no alcanzo a ver, surge el otro vehículo contra el cual no alcanzo a frenar, sino más bien a acelerar. Y el estruendo, los golpes, el polvo que me hace intentar toser entre los fierros tras un despertar algo borroso. Aunque algo me atenaza por dentro, un dolor que me va a hacer estallar, y aunque un cuello ortopédico me fija la cabeza en posición rígida, alcanzo a oír la voz de un paramédico diciendo que el otro falleció. Antes de que cierren las puertas de la ambulancia, tengo conciencia suficiente para saber que durante la noche la perdí a ella, (aunque ya no importe) y que ahora él, mi amigo de toda la vida, está muerto.
- Olvídalo, huevas – oigo que me dice. Y otra vez es la cascada de dientes blancos y parejos en una sonrisa. No sé si ahora se refiere a olvidar la prohibición de fumar en el casino, o a la prohibición que imponía el disco pare. Pero la voz no es la misma voz trasnochada, sino una voz que suena como si me dijera que no importa, que ya pasó, que todo está bien. Aunque ahora que lo pienso, esa mañana endemoniada su voz también me dice lo mismo, acerca de Sofía: que ya no importa, que todo va a pasar. Y le creo, tal como le creo ahora. Aunque la sonrisa haya quedado esparcida en esa esquina.
Dejo caer el cigarro consumido en el piso, lo aplasto con el zapato y me levanto. Antes de caminar entre las sillas para meterme al ascensor, doy un último vistazo hacia la ciudad, hacia el conjunto de edificios blancos tras los que de algún modo todavía está la plaza, donde todavía estoy yo, mirando regar al hombre.
Advierto que durante algunos minutos he sido observado por la mujer menuda que hace el aseo. He sido observado desde el extremo opuesto del recinto, ella sostiene el mango de la escoba entre las dos manos, en una postura similar a la de algún guardia del palacio presidencial que apoya la culata de la carabina en el suelo.
- Lo siento – le digo – no era mi intención ensuciar el piso.
Sin esperar respuesta entro al ascensor, que sigue tan vacío. El descenso me da los segundos en que alcanzo a verme reflejado en las paredes de espejo. No me sorprendo de nada, y la lógica formal persiste en su solidez: sigo siendo nadie. Luego ya estoy sobre la acera, entre los peatones y bajo la sombra de los edificios. Tengo plena noción de lo que significa no haber llegado hasta mi escritorio. Veo titulares en los diarios, voces que venden diversas baratijas, diálogos fragmentados, bocinas, el tic tac del algún bastón que se aleja. Lo cierto es que allá atrás está la gran mole, la prepotente construcción que me observa como diciendo yo sabía, todos lo sabíamos. Aunque no se ven desde afuera, aunque me alejo dando la espalda, ahí están las paredes de la oficina donde podría estar ahora sentado frente a una pantalla, analizando datos. Pienso que así me he visto todo el tiempo, que todas las mañanas este es el paisaje cuando estoy allá atrás, oculto tras los altos muros de hormigón.
- Damián está cada vez más raro, después del accidente – dice don Andrés. Quiero pensar en que Paula lo oye, pero no le responde, en que lo sabe, aunque no lo he hablado ni con ella ni con nadie.
Llego a la desembocadura, a la esquina donde la vía peatonal se hunde en la descomunal arteria que atraviesa la ciudad. Me detengo, intento ver la vereda de enfrente, pero no alcanzo. Son más de cincuenta pistas navegadas por un caudal de vehículos en ambos sentidos. Veinticinco hacia el norte, las otras hacia el sur. Ocho semáforos para atravesarla a pié. La sombra del cemento ha dejado de oscurecer. En este punto se podría freír un huevo con solo dejarlo caer en el pavimento. La luz relumbra sobre las carrocerías como fantasmas de insolación. Hay una mezcla de sonidos que desde alguna azotea podrían parecerse al fragor de una batalla en el fondo de un abismo. Me quedo de pie, con un cierto vértigo que me obliga a tragar demasiada saliva, hasta que una mano, unos dedos me tocan suavemente por la espalda, retrayéndome del movimiento que me pasa por la vista.
- Hola tu – me dice. La mano se desliza en un leve abrazo a medida que doy media vuelta. Se transforma en una cara de mujer que prácticamente estaba olvidada, pelo ondulado, color miel.
- Hola – contesto, intentando darle a mis rasgos la expresión de sorpresa.
Un relámpago ilumina la zona oscura. Veo la casa paterna de algún compañero del colegio. Un día cualquiera por la tarde, reunidos con el pretexto de estudiar para el siguiente examen. Me reconozco junto a ella, jumper arremangado en la cadera, puerta del baño con seguro, ella contra las baldosas, yo pantalones rodilla abajo. Me veo luego de regreso al refugio de algún parrón donde todos fuman, donde todos oyen cierta música, donde ambos somos observados con sorna de bromas en la punta de la lengua. La veo con las mejillas brillantes, casi sonrojadas por la reciente agitación.
- Casi cuarenta millones habitando la misma ciudad, según el último censo, y venirte a encontrar justo aquí… - su voz suena potente, conmovida por una sonrisa de brillo labial. Es una voz que me hace imaginar su vientre, una voz visceral, hormonal. La abrazo, percibo el ascenso vaporoso de algún perfume caro. Me fijo en los ojos, aclarados por un par de lentes de contacto de tono verde.
- Si – le digo - es una verdadera coincidencia.
Noto la sombra, el repentino cerrarse de sus labios al oírme. Me mira con ojos algo incendiados por lo vidrioso de los lentes sobre el iris. Intento sonreír, pero lo que me sale es una mueca que se parece al asco. Las líneas que presiento dibujarse sobre la comisura de mis labios son las mismas de cuando por alguna razón he sentido náuseas. Luego caminamos. Entramos callados al espacio reducido de un café. Solo nosotros, solo una insípida música ambiental flotando entre las paredes. Hay un ventanal, y través de él, hay una remodelación en progreso. Se puede advertir la excavación tras un improvisado muro color naranja fosforescente. Un relativo silencio propicia algo, un juego de miradas. Hasta que ella rompe el hielo.
- Eres el único, no he vuelto a ver a nadie del curso, a todos se los tragó la tierra.
- Yo tampoco, aunque creo que si hiciera un esfuerzo, podría dar con más de alguien. No uso Facebook...
Se lleva a los labios una taza de café, sosteniéndola entre las manos, como si hiciera frío. Mira a través del ventanal, reclinándose. Pero en realidad su cabeza está en otro punto, pensando en algo completamente distinto de si ha visto o no a alguno de nosotros. Puedo ver en esos ojos el inocultable reproche, puedo ver en el labio la leve crispadura. Sé lo que hay en el ventanal, aunque en perspectiva solo exista el muro que contiene la excavación. Lo sé, porque yo veo lo mismo. Es la calle, que remodelada y vuelta a remodelar, sigue siendo la calle donde el cielo se divide en dos parlantes por los que confluye lo electrónico de mil percusiones distintas. La veo a ella y a mi, cada cual con los audífonos conectados a los tímpanos, accionando la tecla play en el mismo segundo, dando paso a la misma secuencia electrónica que juntos hemos armado días antes, en su casa o la mía. Veo la lluvia, veo su jumper, que cada semana se ha hecho más corto. La veo sonreír, bailando, mientras el agua doblega finalmente al negro delineador. Me río de esas alegres lágrimas oscuras y ella, sonriendo siempre, viene y me besa, concitando el aplauso de algunos peatones. Me veo, nos veo, abrazados bajo ese cielo sonoro de violentas gotas, que se triza en relámpagos multiplicados en las ventanas polarizadas de los edificios.
- Esta calle es la calle que…
- Si – le digo, interrumpiendo la frase – es la misma.
También sé lo que ahora está a punto de decir. Lo silencioso, la crispadura en el labio, ahora es expresión contundente. Observo que levanta el brazo y da un rápido vistazo a su reloj. Se acomoda con los dedos un mechón de pelo hacia la oreja. Y noto que con cierta impaciencia comienza a golpear la mesa con los nudillos, en una melodía que probablemente sea la melodía que viene a reflejar eso que no sabe si pronunciar. Hasta que otra vez habla.
- Ya no eres el de antes…
- Tú tampoco – contesto.
- Puede ser, pero te ves triste…cada vez que te he recordado, ha sido inevitable no pensar en esa sonrisa tuya…
Me quedo sin responder, con la vista hacia el ventanal. Quisiera salir y respirar aire en circulación, pero sería cobarde. Me mira, sabe que cualquier cosa que le respoonda podría caer en la tierra poco fértil de lo que no es cierto. Sé, también, que no espera de mi nada que se parezca al asentimiento, a la confirmación de que lo que dice es verdad. Nota mi turbación, y habla. Pero rústicamente el tema es otro, casi obligándome a la complicidad, al decaído agradecimiento.
- Tu amigo, ese con el que eran vecinos, tu amigo del alma...
- Rodrigo... – aclaro.
- Si, él...hace un tiempo creí leer su nombre en las noticias...a causa de un accidente...era él o solo un alcance de nombres?
- Si – contesto – era él...yo iba manejando...se podría decir que lo maté...
Ahora es perplejidad lo que hay en la cara de ella. Veo que no sabe si preguntar detalles o, sencillamente, pronunciar un tardío pésame para luego pedir la cuenta, pagar y largarse. De algún modo la afrenta por mi triste expresión, por mi inexistente sonrisa de antes, se va neutralizando. Y decido encausar el encuentro en esa dirección. Alzo mi brazo derecho, el de la cicatriz. Desabotono el puño de la camisa, y le lanzo la centena de dientes rojos, irregulares, que se pierden mas allá de la articulación reconstruida con implante de Titanio.
- Y esto no es lo único que hay – le digo – un par de cirugías menores, un corte transversal en el vientre... parte del tablero se me incrustó, y por poco no me perfora el hígado y el pulmón...yo debiera estar muerto, sabes... yo, y no Rodrigo, que solo sufrió el golpe en la cabeza…
La cara se le congela. Veo con cierto sórdido placer que dentro de su cabeza algo cercano al arrepentimiento comienza a moverse. Por mi parte me sorprendo de haber armado las frases, puesto que hasta ahora no he tenido la oportunidad de referirme, en ninguna circunstancia, a la mañana de hace unos meses.
- Sé cómo te debes sentir – dice, con una voz que intenta la dulzura.
- Puede ser – digo – en todo caso tengo claro que son cosas que pasan, que ya pasó, y que no hay nada que hacer ahora...
Veo que al oírme, la emoción en su cara me trae de vuelta algo de ella, de cuando todo estaba en la palma de la mano. Lo que reconozco es el gesto que me mira pero que a la vez, a través mío, mira hacia lo que tiene todas las formas posibles. Apoya los codos en la mesa, toma mi mano, la del brazo que acabo de mostrarle, y me la acaricia, la aferra, como si aferrara al yo de entonces.
- Te confieso que muchas veces me he preguntado cómo fue que lo que teníamos se esfumó, sin siquiera volvernos a ver...qué bueno reencontrarte, de verdad, y qué bueno que no hayas muerto.
- Éramos unos pendejos – le digo – cuando estábamos en el último año, la presión por el futuro barrió con todos, con todo...acuérdate, se definía el resto de la vida...
- Si, como si se tratara de lo único posible...éramos unos pendejos, concuerdo contigo. Pendejos, el sentido latino americano y en el sentido chileno: tontos y pergenios...
Se deshace de mi mano, se lleva otra vez la taza de café a los labios, mirando hacia el ventanal. Pero ahora no sé lo que está mirando. Se ve hermosa, un poco pálida de cierta tristeza, de cierta melancolía. Tengo las ganas de preguntarle por lo que finalmente ha hecho con su vida, pero se adelanta, habla con pulsión de urgencia.
- Con nadie, créeme, he vuelto a sentirme como en ese tiempo, que en el contexto de una vida no es mucho...Diez, once años?
- Si – le digo – todavía tenemos algo de jóvenes...
Al cabo de poco termino por hablarle de Sofía, de la incipiente ninfomanía que comprobé la mañana del accidente. Termino por hablar de Rodrigo, de esa fatal exaltación sobre el césped, de cómo se abrió una puerta hacia la claridad simple de todo, de cómo me sentí aliviado de la sordidez de esa mujer, y de cómo llegamos a esa esquina de golpe. Le hablo de hoy, del hombre que he visto morir...
Al despedirnos, lo hacemos con la certeza de vernos pronto. Me alejo de la calle en remodelación, del muro fosforescente. La sensación que tengo se me antoja vagamente dulce. Pienso que se parece a cuando era niño, a cuando succionaba la leche tibia de la mamadera, y sobrevenía lento el sueño. La temperatura ha descendido los grados que permiten caminar con tranquilidad. Las luces artificiales se mezclan en reemplazo del sol, que ahora golpea en otro punto del planeta. En el bolsillo de la chaqueta he llevado todo el tiempo los lentes oscuros que rescaté de entre los fierros el día que me dieron el alta, cuando fui y me enfrenté a la chatarra en el recinto estatal. Pienso que podría ponérmelos, y si alguien me lo pregunta, le diría que me los pongo porque me da la gana, porque nada me lo impide, ni la noche.

1 comentario:

  1. No es facil viajar en ningun caso por la desgracia y el dolor. Lentes Oscuros de Noche tampoco lo hace facil...pero lo hace con gran clase.
    *Nota: Enlace a las teclas
    http://www.youtube.com/watch?v=MzT0bytg4-w&NR=1

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